Ruslán y Liudmila - Pushkin Alejandro Sergeevich - Страница 10
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Entre tanto los siervos del mago buscan día y noche por los jardines, sin darse reposo, a la hermosa cautiva. Por todas partes la llaman y la buscan, mas todo es en vano: Liudmila se burla de ellos.
Ahora, por ejemplo, paseando por los parques y por los jardines encantados, se quita el gorro y grita:
—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!
Todos se precipitan hacia el lugar, pero vuelve a su estado invisible y, alejándose silenciosamente, esquiva sus manos ávidas.
En todas partes y a todas horas encuentran huellas suyas: acá desaparecen de las ramas algunos frutos dorados; acullá caen gotas de agua, sobre el prado que ella acaba de pisar; y así saben todos en el castillo lo que come y bebe la princesa.
Buscando un corto sueño, pasa las noches sentada en las ramas de un cedro o de un abedul; pero no puede dormir, llamando siempre a su esposo y llorando, sin conseguir descansar. Bostezando de sueño se martiriza pensando en lo triste de su situación, y sólo al despuntar el día apoya la cabeza en el tronco y se queda dormida por un breve momento. Luego, apenas ha salido el sol, Liudmila se dirige a una cascada para refrescarse, lavándose con agua fría. Hasta el propio enano vio, cierta vez, cómo las aguas eran agitadas por una mano invisible.
Así vaga, pues, por los jardines hasta entrada la noche, y con frecuencia se oye al atardecer el agradable sonido de su voz. A veces se encuentran también una corona de flores, un pedazo de su chal o un pañuelo bañado en lágrimas, perdido por ella en el bosque.
*
La pobre princesa se aburría sentada tranquilamente a la ventana en la frescura de un pabellón de mármol; y a través de las ramas, movidas por la brisa, contemplaba el campo cubierto de flores. Oye de pronto que alguien la llama: "¡Querida amiga!" Y al momento ve ante ella a Ruslán. No hay duda: es aquel su rostro, es su cuerpo, y su manera de andar. Pero está pálido, tiene la mirada turbia y lleva una herida reciente en el costado.
La prisionera corre hacia su marido y llorando y temblando, le dice:
—¡Tú aquí! ¿Estás herido?... ¿Qué tienes?
Ya está junto a él... ya le abraza...
Mas ¡horror!: la visión desaparece. La princesa ha caído en la red. Su gorro cae al suelo y, aterrada, oye un grito amenazador:
—¡Ya eres mía!
Y comparece el hechicero ante sus ojos. La muchacha deja escapar un gemido, cae desvanecida y un mágico sueño la cubre con sus alas.
¡Chist!... Se oye de pronto el son de un cuerno y una voz llama al enano. Sorprendido y turbado, el pobre hechicero cubre con el gorro la cabeza de la doncella. El cuerno se oye más cercano y Chernomor se precipita al nuevo encuentro, echándose la barba a los hombros.
CANTO QUINTO
¿Quién ha hecho sonar el cuerno? ¿Quién ha retado al hechicero a un combate implacable? ¿Quién ha atemorizado al malhechor?
Ha sido Ruslán. Impaciente en su deseo de venganza, ha llegado a la morada del enano.
Ya está el guerrero al pie de la montaña y su cuerno retador suena como la tempestad, mientras su caballo se impacienta y golpea la nieve con sus cascos poderosos. El príncipe espera al enano. De pronto queda sorprendido por un ruido semejante a un trueno. Ruslán levanta su mirada indecisa y ve que por encima de su cabeza vuela el enano Chernomor, amenazándole con una enorme maza. Ruslán se cubre con su adarga, se inclina y, blandiendo la espada, se prepara para asestar el golpe. Pero el otro se levanta hasta las nubes y desaparece por un instante, para precipitarse de nuevo sobre el príncipe. El guerrero se aparta ágilmente y el brujo se precipita contra el suelo, hundiéndose en la nieve; y allí se queda sentado sin poder moverse. Entonces Ruslán salta silenciosamente del caballo, se aproxima a él y lo agarra por la barba. El hechicero gime, hace un terrible esfuerzo y de pronto se levanta y vuela con Ruslán...
El veloz corcel los mira. Ya está el hechicero en las nubes con el guerrero suspendido de su barba. Ambos vuelan sobre los sombríos bosques, vuelan por encima del mar, Ruslán, entorpecido, se aferra a la barba del malhechor. Mientras tanto, sintiendo que pierde sus fuerzas, pero sin dejar de volar, el hechicero, asombrado ante la fuerza del ruso, dice pérfidamente al arrogante mancebo:
—¡Escucha, príncipe! No temas ya nada de mí; respetaré tu juventud y tu valor. Todo lo olvidaré, te perdonaré y te dejaré en tierra, pero con una condición...
—¡Cállate, astuto hechicero! —le interrumpe nuestro mancebo—. ¡Ruslán no pacta con Chernomor, con el torturador de su esposa! ¡Esta espada mía castigará al raptor; y aunque sigas volando hasta que surja la estrella de la noche, te quedarás sin barba!
El miedo se apodera de Chernomor. Pero, impotente en su furia, y cansado ya, sacude con violencia su luenga barba. Ruslán no la suelta de las manos y aún de vez en cuando arranca de ella algunos pelos.
Durante dos días vuela así el hechicero con nuestro héroe; pero al tercero le implora gracia:
—¡Guerrero! ¡Ten piedad de mí! ¡Casi no respiro! ¡Ya no puedo más! ¡Déjame con vida, estoy a tu merced! ¡Basta que lo ordenes y bajaré adonde quieras!...
—¡Por fin te tengo! ¡Ríndete ante la fuerza de un ruso! ¡Llévame ante mi Liudmila!
Chernomor le escucha humildemente y, con la carga del guerrero, se dirige a su morada. Vuela, y en un momento desciende entre sus tristes bosques. Entonces Ruslán empuña la espada, y sin dejar de agarrar la barba con la otra mano, la corta como si fuera un manojo de hierbas y la separa de la cabeza.
—¡Ahora ya sabes quién soy! —le dice con crueldad—. Dime, animal feroz, ¿dónde están ahora tu belleza y tu fuerza?
Y ata la barba a su alto casco. Llama luego a su fiel caballo, que corre hacia él relinchando. Nuestro guerrero mete en el saco que lleva atado a la silla al enano, más muerto que vivo, y sin perder momento asciende por la abrupta montaña y corre con júbilo hacia el castillo encantado.
Los sirvientes negros y las tímidas esclavas, al divisar desde lejos el casco adornado de cabellos, demostración segura de la victoria del guerrero, corren a esconderse en abigarrada confusión y desaparecen cual fantasmas. El héroe se pasea solo por las soberbias habitaciones llamando a su amada. Pero sólo le contesta el eco de las bóvedas silenciosas.
Preocupado e impaciente, Ruslán abre la puerta del jardín. Camina, busca por todas partes y no la encuentra. Preocupado, mira en torno suyo: todo parece muerto. Los bosques están silenciosos, vacíos los pabellones; ni en los desfiladeros, ni en los valles encuentra huellas siquiera de Liudmila. Nada oye.
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