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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 31


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Él no se movió. Los tonos rosa de la lámpara iluminaron su faz inmóvil y tan misteriosa para Luba. Ésta volvió la cabeza, se abrazó las rodillas con sus brazos rosados y alzó los ojos al techo. Permaneció así mucho tiempo con el cigarrillo apagado en la boca.

III

Algo inesperado y grave había pasado mientras dormía. Lo comprendió inmediatamente, aunque no se había despertado por completo aún, al oír una voz desconocida y bronca; lo comprendió por ese olfato agudizado que siente el peligro y que era como un sexto sentido en él y sus camaradas. Se sentó en el lecho rápidamente, y escrutando la semiobscuridad rosa de la habitación, su mano apretó el revólver en el bolsillo. Al ver a Luba sentada siempre en la misma posición, con sus hombros rosados y su pecho descubierto y con sus ojos misteriosos e inmóviles, se dijo: «¡Me ha traicionado!» Después, habiéndola mirado más fijamente, lanzó un suspiro y rectificó: «¡No, no me ha traicionado aún; pero me traicionará!»

¡Estaba perdido!

Y dirigiéndose a la muchacha le preguntó brevemente:

—¿Y bien? ¿Qué?

Pero ella no respondió. Sonrió triunfante y sus ojos se fijaron en él con malignidad y siguió guardando silencio; se diría que estaba segura de que era ya suyo, que no se la escaparía y, sin apresurarse, quería gozar de su poder.

—Y bien, ¿qué es lo que dices? —preguntó él otra vez frunciendo las cejas.

—¿Yo? Lo que te digo es que ya es hora de que te levantes. ¡Basta ya! No hay que abusar. Esto no es un asilo de noche, querido.

—Enciende la otra lámpara —ordenó él.

—No quiero.

La encendió él mismo. A esta nueva luz vio los ojos negros de Luba extremadamente malvados, su boca contraída de odio, sus brazos desnudos. Parecía ahora amenazadora, decidida a algo muy malo, decidida a una mala acción. Él se estremeció. Había ahora algo repugnante en aquella prostituta.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Estás borracha? —preguntó con tono serio y lleno de inquietud.

Quiso coger su cuello postizo, pero ella se le adelantó y se apoderó del cuello y sin mirar lo tiró detrás de la cómoda.

—¡No lo tendrás!

—¿Qué es eso? —gritó él con voz ahogada; y cogiendo el brazo de la muchacha lo apretó como con un círculo de hierro. Los dedos de Luba se crisparon.

—¡Déjame! ¡Me haces daño! —protestó.

Apretó menos fuertemente, pero sin soltar el brazo.

—¡Ten cuidado! —le dijo a ella con tono amenazador.

—¿Qué? ¿Me vas a matar, querido? ¿Sí? ¿Qué es lo que tienes en el bolsillo? ¿Un revólver? Pues bien, puedes disparar. Quisiera verlo... ¡Sí que se necesitaría tener cuajo! ¡Viene a casa de una mujer y se duerme como un animal! ¿Está permitido? «¡Tú puedes beber —va y me dice—, yo voy a dormir!» ¡Ah, eso no, qué diablo! Se corta el pelo, se afeita y se cree ya que no le van a reconocer. ¡No, querido! ¡Tenemos policía! ¿Quieres, rico mío, que te eche mano la policía?...

Tuvo una risa alegre y triunfal. Él vio con terror la malvada alegría que hizo presa en ella, una alegría salvaje dispuesta a todo. Se diría que aquella mujer se había vuelto loca. La idea de que todo estaba perdido, y de una manera tan estúpida que habría quizá que cometer aquel asesinato cruel, insensato e inútil, y perecer a pesar de ello, le llenó de horror. Pálido como la nieve, pero dominándose, decidido ya, miró a la mujer, siguió todos sus movimientos y reflexionó.

—Y bien; ¿no dices nada? —insistió ella burlándose—. ¿Te ha cortado la palabra el miedo?

Podría apretar aquel cuello de serpiente y estrangularlo allí mismo. Ni siquiera tendría tiempo de gritar. No sentía ninguna piedad por aquella muchacha que retenida por su presión volvía la cabeza como una serpiente a la que se estrangula. Sí, sería fácil acabar así con ella. Pero ¿y después?

—Luba, ¿sabes quién soy yo?

—Sí que lo sé. Eres un revolucionario. Eso es lo que lo eres.

Pronunció estas palabras con firmeza, solemne, escandiendo cada palabra.

—¿Cómo lo sabes tú?

Se sonrió burlonamente.

—No estamos en una selva, Sabemos algunas cosas...

—Pero admitamos que eso es verdad...

—¡Y tanto que es verdad! ¡Pero suéltame la mano! ¡Vosotros no sois capaces más que de martirizar a mujeres! ¡Déjame!

Le soltó la mano y se sentó, contemplándola con una mirada insistente y pensativa. Su rostro estaba contraído, pero conservaba su expresión serena, un poco triste. Y así, con aquella expresión de tristeza, ella vio de nuevo en él algo misterioso, lleno de sorpresas.

—¿Qué es lo que miras en mí? ¡Tú no has visto nunca una mujer! —gritó groseramente, y añadió, de una manera inesperada para ella misma, un juramento cínico.

Él se sorprendió, pero siguió con los ojos fijos en ella y empezó a hablar con calma, con una voz sorda, como si estuviera muy lejos:

—¡Escúchame, Luba! Naturalmente tú puedes perderme como podría hacerlo cualquiera en esta casa y aun cualquiera que pasara por la calle. Bastaría dar un grito para que docenas, centenares de hombres corrieran inmediatamente a detenerme y quizá a matarme. ¿Y por qué? Nada más que por que no he hecho nunca daño a nadie, porque he consagrado toda mi vida al bien de los demás. ¿Comprendes tú lo que quiere decir «consagrar uno toda su vida»?

—No, no lo comprendo —respondió con firmeza la muchacha; pero le escuchaba muy atentamente.

—Los unos —continuó él— lo hacen por bestialidad; los otros, por maldad. Porque los malvados no quieren a las personas de buen corazón.

—¿Y por qué quererlas?

—No creas que me vanaglorio, Luba, Reflexiona un poco; eso ha sido mi vida, toda mi vida. Desde la edad de catorce años se me ha arrastrado por las cárceles. Se me ha expulsado de los colegios; mis padres me echaron de casa. Una vez se me quiso fusilar y me salvé de milagro. Y así toda mi vida... siempre para los demás; nada para mí mismo. ¡Nada!

—Pero ¿por qué eres tan bueno? —preguntó la muchacha con un tono irónico.

Pero él, sin comprender la ironía, respondió seriamente:

—No sé. Probablemente es que he nacido así.

—Pues bien, yo he nacido mala. Y, sin embargo, los dos hemos venido al mundo de la misma manera, con la cabeza para adelante. ¿Qué tienes que decir a eso?

Sumido en sus reflexiones él no prestó atención a aquellas palabras. Examinando el fondo de su alma, todo su pasado, que veía ahora con tanta claridad en toda su simplicidad y en todo su heroísmo, continuó:

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