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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 42


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—No, señores, no puedo permitirlo —protestó débilmente el viejo oficial de policía.

Pero los otros no le hicieron caso, se acercaron y se pusieron a examinar al terrorista y a Luba, cambiando sus observaciones despreocupadamente.

—¡Es guapo! —dijo uno de ellos, el más joven, el que había invitado a Luba a bailar. Tenía hermosos dientes blancos, bigote cuidado y ojos tiernos de jovencita. El terrorista le inspiraba un profundo disgusto y hacía muecas como si fuera a romper a llorar.

—¡Qué vergüenza! ¡Qué horror! —repetía.

—¡He aquí un anarquista! —dijo el otro oficial de más edad—. Os gustan las muchachas lo mismo que a nosotros, viejos pecadores...

—Pero ¿por qué diablos ha entregado usted el revólver en el escritorio? —decía el joven—. Al menos se podía usted haber defendido. Todavía comprendo que haya usted venido a esta casa... Eso le puede suceder a cualquiera... Pero ¿por qué no se guardó usted el revólver? ¿Qué dirán sus camaradas? Figúrese usted —añadió volviéndose a su colega—, tenía una browningy una veintena de balas. ¡Es verdaderamente estúpido!

El terrorista, con una sonrisa burlona, miraba desde lo alto de su nueva y terrible verdad al joven oficial y balanceaba con indiferencia su pie desnudo. No tenía la menor vergüenza de su desnudez, de sus pies sucios. Aunque se le hubiera llevado a una gran plaza, en medio de una multitud de hombres, mujeres y niños, habría permanecido con la misma tranquilidad, balanceando su pie y sonriendo.

—¡Estas gentes no tienen vergüenza! —dijo el viejo oficial de policía mirando con severidad al terrorista—. Les ruego, señores, que no le hablen. Tenemos instrucciones formales...

Pero en el cuarto han entrado otros oficiales mirando, cambiando observaciones. Uno de ellos que conocía al oficial de policía le tendió la mano. Luba coqueteaba con los recién venidos.

—Figúrense ustedes —refirió el joven— que tenía una browningcon una veintena de balas... ¡Es idiota! Yo no lo entiendo.

—¡Tú no lo comprendes jamás!

—¡Y, sin embargo, no son cobardes!...

—¡Tú eres un idealista!...

El viejo oficial de policía, que les escuchaba sonriéndose, se aproximó de pronto al terrorista, se plantó ante él y gritó, poniendo los ojos muy furiosos:

—¿No le da a usted vergüenza? ¡Póngase al menos los pantalones! Le están mirando unos señores oficiales... ¡Esto es un héroe! ¡Con una prostituta! ¿Qué dirán tus camaradas? ¡Canalla!

Luba escuchaba con el cuello extendido. Había allí tres Verdades diferentes: el viejo policía borracho y deshonesto; una mujer perdida, turbada por los relatos de otra vida llena de heroísmos y de sacrificios, yél. Las palabras insultantes del viejo policía le turbaron visiblemente; se diría que hasta había querido responder, pero acabó por conservar su sonrisa enigmática.

Poco a poco los oficiales fueron saliendo; los agentes de policía se habían acostumbrado a aquella habitación y a aquellos dos seres humanos medio desnudos, y permanecían tranquilos y flemáticos. Su jefe pensaba tristemente en que no se podría acostar, pues se habría de pasar el día entero en el puesto de policía.

—¿Puedo vestirme? —preguntó Luba.

—No.

—Es igual; puedes seguir así.

El viejo oficial no la miraba. Ella se volvió hacia el terrorista y susurró algo a su oído. Él alzó los ojos hacia ella. Entonces ella repitió:

—¡Amado mío! ¡Amado mío!

Él le sonrió con benevolencia. Y esta sonrisa, que le decía que no había olvidado nada y que seguía tan bueno y tan bravo, y que estaba casi desnudo y despreciado de todos, inspiró repentinamente a Luba un amor sin límites y una cólera loca, ciega. Se puso de rodillas dando un grito y besó sus pies desnudos.

—¡Vístete, amado mío! ¡Pronto, vístete!

—¡Déjalo, Luba —le gritó el viejo policía—. No lo, merece.

Pero Luba se levantó bruscamente.

—¡Cállate, viejo crápula! ¡Es mejor que todos vosotros!

—¡Es un canalla!

—¡No, el canalla lo eres tú!

—¡Cómo! —gritó fuera de sí el viejo policía—. ¡Prendedla!

Luba lloraba de rabia.

—¡Amado mío! ¿Por qué entregaste tu revólver? ¿Por qué no has traído una bomba? Los hubiéramos a todos... a todos...

—¡Apretadle a ésa el gaznate!

Ahogada, sofocada, en silencio, luchaba la mujer contra el policía intentando morderle los dedos. El policía, torpe, que no tenía costumbre de luchar con mujeres, pretendía tirarla al suelo. En el corredor se oían ya voces numerosas, chocar de espuelas de los gendarmes. Se oía también la voz de barítono, seductora, dulce, del oficial de gendarmes. Se diría que era un cantante que hacía su entrada en escena y que ahora iba a empezar la verdadera representación.

El viejo oficial de policía se disponía a recibir a sus jefes.

La nada

Se estaba muriendo un alto dignatario, viejo, importante; un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy penoso morir; no creía en Dios ni comprendía por qué moría y dominábale el terror. Era horrible ver cómo sufría.

Su vida era grande, rica y llena de interés; su corazón y su cerebro estaban siempre preocupados y satisfechos. Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo por otra parte, que se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados aver y oír siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba muriendo pensaba en la muerte; algunas veces con cierto placer. Se decía que le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de estimación y relaciones que tanto le fastidiaban. Sí, lo pensaba con placer; pero ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba en su alma.

Quisiera vivir todavía un poco, aunque no fuera más que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en la semana hay solamente siete.

Y precisamente aquel día desconocido se presentó ante él un diablo muy ordinario, como muchos. Se introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre. «Una vez que el diablo existe la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe se puede prolongar la vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas.) Esto era evidente, casi claro.

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