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La batalla - Rambaud Patrick - Страница 16


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Perigord lloraba de risa, y el husar tambien. Lejeune se habia levantado antes de que finalizara la anecdota, la cual habia escuchado demasiadas veces y no le divertia. Todos consideraban a Berthier un cretino, y eso le afectaba, pues le debia su grado y su papel. En Holanda fue un joven sargento de infanteria, luego llego a oficial de ingenieros gracias a su talento, Berthier reparo en el y lo llevo consigo como ayudante de campo. Lejeune recordaba que su primera mision habia consistido en escoltar talegos de oro destinados a unos clerigos del Valais que debian ayudar a acarrear la artilleria mas alla de los Alpes… A continuacion, Lejeune habia seguido por doquier al mariscal. Conocia su valor y su pasado, sus combates al lado de los insurgentes de America, en Nueva York y Yorktown, su encuentro en Potsdam con Federico II, su adhesion desde la guerra de Italia al joven general Bonaparte, cuyo destino adivinaba, y luego a aquel Napoleon a quien servia por turno como hombre de confianza, confidente, nodriza y burro de carga. Al cabo de varias semanas Davout y Massena hicieron correr rumores injustos sobre el. Era cierto que, al comienzo de la campana de Austria, Berthier dirigia el solo las operaciones, fiandose de los despachos que le enviaba el emperador desde Paris, pero a menudo esas directivas llegaban tarde y la situacion sobre el terreno evolucionaba con rapidez. Ello explicaba ciertas maniobras peligrosas que habian estado a punto de llevar a los ejercitos al desastre. El emperador dejaba que acusaran a Berthier, y este no trataba jamas de justificarse, como aquel dia, en Rueil, cuando el emperador, disparando al azar contra una bandada de perdices, no logro mas que dejar tuerto a Massena. Entonces se volvio hacia el fiel Berthier:

– ?Acabais de herir a Massena!

– En absoluto, Sire, habeis sido vos.

– ?Yo? ?Todo el mundo os ha visto tirar de traves!

– Pero, Sire…

– ?No lo negueis!

El emperador siempre tenia razon, sobre todo cuando mentia, y no era conveniente replicarle. No obstante, el odio que Massena sentia por Berthier era mas antiguo, databa de la epoca en que el primero dirigia el ejercito de Roma, saqueando para su beneficio personal el Quirinal, el Vaticano, los conventos y los palacios. El ejercito, sin sueldo, se amotino contra el logrero. Los romanos del Trastevere, con el pan moreno racionado, maltratados, se rebelaron aprovechando el desorden. Ante el Panteon de Agripa, los oficiales rebeldes ofrecieron entonces el mando a Berthier, quien tuvo que aceptarlo para aplacar los animos y pedir al Directorio la revocacion de Massena. Este, que se habia visto obligado a huir para librarse de la colera de su propio ejercito, no le perdono jamas.

Lejeune se encogio de hombros. Esas rivalidades le parecian miserables. ?Como le habria gustado quedarse en Viena, quitarse su vistoso uniforme y salir con el cuaderno y el lapiz para entre tenerse en las colinas, llevarse a Anna, viajar con ella, vivir con ella, contemplarla sin cesar! Sin embargo, el coronel Lejeune, a fuer de sincero consigo mismo, sabia que un mal habia traido un bien, que sin aquella guerra el no habria conocido jamas a la joven. Un intenso clamor le hizo salir de sus ensonaciones. Sobre el gran puente flotante, detras del caballerizo real Caulaincourt, que sostenia la brida del caballo, el emperador llegaba a la isla Lobau aclamado por las tropas.

En Viena, en el segundo piso de una casa pintada de rosa, Henri Beyle admiraba a la luz de la candela los retratos de Anna Krauss que habia esbozado su amigo Lejeune. La joven habia posado con complacencia y sin pudor. Henri admiro el parecido. Contemplo los croquis hasta darles volumen, carne, vida y movimiento. Alli estaba Anna, con tunica, alzandose uno de sus mechones negros; Anna pensativa, de perfil, mirando no se sabia que a traves de la ventana; Anna dormida en sus almohadones; Anna en pie y desnuda como una divinidad modelada por Fidias, a la vez irreal por sus perfecciones y provocativa en su actitud, abandonada, hurana; mas alla estaba en otra pose, de espaldas; y alli, sentada en el borde de un sofa, el menton contra las rodillas, la franca mirada posada en el artista que la dibuja. Henri se sentia deslumbrado y molesto, como si hubiera sorprendido a la vienesa en el bano, pero no lograba apartarse de aquellos croquis. ?Y si robara uno? ?Se daria cuenta Louis-Francois? Habia muchos. ?Iba a hacer cuadros a partir de ellos? Entonces pasaron por la mente de Henri unos pensamientos espantosos que rechazaba con toda su razon (pero ?aun le quedaba razon?), en una palabra, deseaba confusamente, sin formularlo, que Louis-Francois muriese en combate, a fin de consolar a Anna Krauss y sustituir a su amigo, porque estaba claro que la modelo solo podia amar al pintor.

La ventana estaba entreabierta, la noche era apacible. Henri oia las notas de un piano, sutiles, nobles, y fue a asomarse para identificar de donde procedia la musica.

– ?Os gusta esta musica, senor?

Henri se volvio, como cogido en falta. Un hombre joven y desconocido habia entrado en su habitacion. A la luz de la candela, Henri no le veia bien.

– ?Como habeis entrado? -le pregunto.

– Teniais la puerta abierta y he observado la luz.

Henri se acerco y observo al intruso. Tenia el rostro casi femenino y los ojos claros. Hablaba frances con un acento mas rudo que el de Viena.

– ?Quien sois?

– Tambien soy un inquilino, pero vivo en el desvan.

– ?Estais de paso?

– Voy arriba.

– ?De donde venis?

– De Erfurt. Trabajo en una casa de comercio. Me ocupo de los suministros del ejercito.

– Comprendo -dijo Henri-, sois aleman.

– Me llamo Friedrich Staps. Mi padre es pastor luterano.

Mientras le formulaba las preguntas, Henri habia dado la vuelta a los dibujos de Lejeune para ocultarlos, pero el joven aleman no habia reparado en ellos. Miraba a Henri fijamente.

– Sin duda sois amigo de la familia Krauss.

– Si quereis…

– No tengo nada que vender -replico el joven-. No he venido a Viena para trabajar. He venido a Viena para entrevistarme con vuestro emperador. ?Sera posible?

– Si el regresa a Schonbrunn, solicitad una audiencia. ?Que quereis de el?

– Una entrevista.

– ?Le admirais, entonces?

– No como vos lo entendeis.

La conversacion tomaba un giro desagradable y Henri queria ponerle fin.

– Pues bien, senor Staps, nos veremos manana. Como estoy enfermo, apenas salgo de esta casa.

– El hombre que toca el piano, ahi delante, tambien esta enfermo.

– ?Le conoceis?

– Es el senor Haydn.

– ?Haydn! -exclamo Henri, acercandose de nuevo a la ventana para oir mejor las notas del ilustre musico.

– Se metio en cama cuando vio los uniformes franceses en las calles de su ciudad -siguio diciendo Friedrich Staps-. Solo se levanta para tocar el himno austriaco que ha compuesto.

Tras decir estas palabras, el joven apago la candela entre dos dedos y Henri se quedo a oscuras. Oyo que se cerraba su puerta y dijo:

– My God! ?Este aleman esta loco! ?Donde he metido el eslabon?

A las tres de la madrugada, las tropas franquearon por fin el pequeno puente reparado y se establecieron en la orilla izquierda del Danubio, en los pueblos de Aspern y Essling. Los hombres velaban, dormian poco o mal. El mariscal Lannes no apartaba la vista de su uniforme de gala, colocado sobre la silla, cuyos dorados brillaban a la luz de la bujia. Al amanecer se lo pondria para llevar a sus jinetes a una probable carniceria, pero eso por lo menos tendria buena pinta. En cabeza de las tropas, llevaria todas sus condecoraciones, incluso el gran cordon de San Andres que le habia concedido el zar. Sabia que su uniforme le delataria al enemigo, y queria que asi fuese, ya que su funcion era dejar que le ensartaran con elegancia. Oh, si, ya tenia bastante. Lo que habia vivido en Espana todavia le disgustaba, y no habia vuelto a tener el sueno tranquilo. Alla abajo, nada de batallas regulares, de tropas bien alineadas, sino una guerra anonima que habia estallado el mismo dia en Oviedo y en Valencia, sin santo y sena, y uno veia aparecer ante si ejercitos de veinte labriegos dirigidos por su alcalde. Pronto fueron varios millones. Los vaqueros andaluces, con sus picas para marcar los toros, habian vencido en Bailen.

Luego surgieron guerrillas en todas las montanas, libradas por hombres llenos de odio. En Zaragoza, los chiquillos se deslizaban bajo los caballos de los lanceros polacos para despanzurrarlos, los monjes fabricaban cartuchos en los conventos y raspaban el suelo de las calles para extraer el salitre. Los soldados de Lannes eran atacados con botellas vacias, con adoquines, y si por desgracia los capturaban, les cortaban la nariz o los enterraban hasta el cuello para jugar a bolos. En los pontones de Cadiz, ?cuantos habian sido comidos por los piojos? ?Cuantos habian sido degollados o serrados entre dos tablas? ?Cuantos arrojados al fuego, mutilados, con la lengua arrancada, los ojos reventados, sin nariz, sin orejas?

– ?En que piensas, senor duque?

Lannes, duque de Montebello, no queria confiarse a Rosalie, aquella aventurera como tantas otras que marchaba en la retaguardia de los ejercitos para encontrar en ellos su felicidad, unas monedas, algunas baratijas, anecdotas que contar. Lannes no era infiel, adoraba a su mujer, pero esta se encontraba muy lejos y el se sentia demasiado solo. Habia cedido a la rubia corpulenta de cabellera desordenada que habia arrojado en seguida sus ropas a la paja. El no le respondio, otras cosas le obsesionaban. Veia de nuevo a los bebes clavados con la bayoneta en sus cunas, y aquel granadero que le habia confiado: «Al principio no es facil, senor mariscal, pero uno se acostumbra». Lannes ya no se acostumbraba.

– No soy yo tu querida, ?eh? Es el, ahi arriba…

Rosalie no se equivocaba. El emperador se desplazaba en el piso superior, y el ruido de sus pasos ponia nervioso al mariscal, el cual pensaba que si al dia siguiente una bala de canon le partiera en dos, por lo menos podria dormir sin suenos.

– Ven, el se marcha -decia Rosalie.

En efecto, el emperador bajaba la escalera con los mamelucos que le rodeaban como dogos adondequiera que fuese. Lannes oyo a los centinelas que presentaban armas. Se levanto para con sultar su reloj de oro grabado. Eran las tres y media. ?A que hora iba a salir el sol y que comedia iluminaria?

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