Выбери любимый жанр

La batalla - Rambaud Patrick - Страница 23


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта:

23

En el otro extremo del campo, los husares uniformados de verde volvian a formar para un nuevo asalto. Los dos tiradores cumplen la orden sin retrasarse ni mirar demasiado los autenticos cadaveres.

A la cuarta carga mortifera, el general Molitor decidio retirarse hacia el pueblo, donde pensaba encontrar apoyo. Contenia a su caballo asustado, espada en mano, para organizar un repliegue necesario mas alla del camino encajonado donde, por otra parte, fracaso un quinto asalto. Creyendo que saltaban un monticulo, los husares cayeron al vacio como si fuese un barranco. Unos se rompieron el cuello, otros acabaron atravesados por las bayonetas o con la tapa de los sesos volada a quemarropa. Los tiradores tambien cedieron terreno, pero acarreaban avios arrebatados a los muertos, este un fusil bajo el brazo y otro colgado del hombro, aquel habia cogido un tahali de cuero negro del que habia pendido la hoja desnuda de un sable. Paradis, con el pecho cruzado por varias cartucheras, se habia puesto el casco con copete rojo de un austriaco. Retrocedian hacia las primeras casas de Aspern, evitando los grandes caballos pardos, tendidos en el suelo, que relinchaban. Su agonia era lenta, pero no podian darles el tiro de gracia, pues los cartuchos eran preciosos y habia que reservarlos para los hombres, apuntados de preferencia a la cabeza y el vientre.

Por un capricho de la percepcion, el incendio era menos espectacular visto de cerca. La mayor parte de las casas de la larga calle por la que avanzaban la multitud de soldados estaban casi intactas, porque los canones del baron Hiller habian terminado por callarse y porque las llamas violentas de hacia un rato se extinguian por falta de combustible. Los hombres intentaban apagar las hogueras que ardian por doquier arrojandoles tierra. Las armazones de vigas, ruinosas y ennegrecidas, humeaban y crujian y a veces caian en bloque, levantando cenizas. Asfixiados por el humo, los tiradores se rasgaban trozos de la camisa para ponerselos delante de la nariz y la boca. El calor de las brasas se estaba haciendo insoportable.

En la amplia explanada delante de la iglesia de Aspern, a la niebla densa y negra producida por los incendios se anadia la de la polvora, pues los artilleros seguian disparando sin ver nada bajo una espesa humareda. Tenian la cara sucia, los labios secos, recogian las balas de canon disparadas por el enemigo para devolverselas. Un obus habia destrozado la parte superior de la torre de la iglesia, y la campana de bronce habia roto al caer la escalera de acceso. Sobre la plataforma de una carreta se amontonaban los heridos a los que habian resguardado por un momento bajo un cobertizo intacto. Iban a regresar a la cabeza del puente de la isla Lobau, donde el doctor Percy comenzaba a montar su primera ambulancia. Con una pierna o un brazo envueltos en jirones de uniforme, aquellos lisiados se quejaban, renqueaban, se arrastraban, y los que habian salido mejor parados llevaban en capotes a los que estaban en peores condiciones.

Massena estaba en pie en la plaza ante la iglesia. Con la estola sacerdotal alrededor del cuello, sostenia un fusil cargado y gritaba ordenes en voz aspera.

– ?Dos canones en enfilada en la segunda calle!

Mientras los artilleros enganchaban los canones a los caballos de tiro, Molitor se acerco al mariscal, tirando de la brida de su montura.

– ?Muchos muertos, general?

– Cien, doscientos, quiza mas, senor duque.

– ?Heridos?

– Creo que otros tantos por lo menos.

– A mi alrededor el resto de vuestra division ha debido de sufrir perdidas en las mismas proporciones -dijo Massena-. Hay otra cosa…

El general fue con Molitor al inicio de la segunda calle larga para ensenarle, envueltas por un velo de bruma, las banderas amarillas con aguilas negras estampadas a trescientos metros.

– Vos llegais por un extremo del pueblo, Molitor, y los austriacos llegan por el otro extremo. Puedo contenerlos a canonazos pero pronto nos faltara polvora. ?Reunid a vuestros hombres mas descansados y atacad!

– Incluso los mas descansados no lo estan demasiado, senor duque.

– ?Molitor! ?Habeis batido ya a los tiroleses, los rusos y hasta al archiduque en Caldiero! No os pido mas que volvais a empezar.

– Mis tiradores son muy jovenes, tienen miedo, carecen de nuestros habitos y nuestro desprecio.

– ?Porque aun no han visto suficientes muertos! ?O porque piensan demasiado!

– La verdad es que este no es el lugar mas adecuado para sermonearlos.

– Es cierto, general. ?Dadles vino! ?Emborrachadme a esos mequetrefes y ensenadles la bandera!

El coronel Lejeune entro impetuosamente en la plaza e hizo encabritarse a su caballo delante de Massena.

– Su Majestad os ordena resistir hasta la noche, senor duque.

– Necesito polvora.

– Imposible. El puente grande no sera practicable antes de esta noche.

– ?Pues bien, nos batiremos con palos!

Y Massena le dio la espalda con impertinencia para reanudar la conversacion interrumpida con Molitor.

– La nave de la iglesia esta llena de vino, general. Pedi que lo descargaran de los carros de intendencia que ahora evacuan a los heridos.

Lejeune ya galopaba por el campo en el que se sucedian los setos y las empalizadas para mantener la comunicacion entre Essling y el emperador, cuando se organizo la borrachera obligatoria. Hasta entonces los obuses no habian alcanzado la techumbre de la iglesia. Un centenar de grandes toneles se amontonaban en el interior, y Molitor hizo que rodaran bajo los olmos. El calor del mes de mayo aumentaba el de las ruinas ardientes y la humareda secaba los gaznates, por lo que hubo una avalancha. Cerca de dos mil tiradores exhaustos se empujaron para recibir escudillas de metal llenas hasta el borde, que bebian como si abrevaran, a toda prisa, antes de tenderlas para que se las llenaran de nuevo. El vino no metamorfoseo en guerreros convencidos a unos muchachos que tenian mas deseos de evitar la muerte que de matar, pero acabo por hacerlos mas inconscientes de su situacion y les permitio afrontarla. Borrachos, o por lo menos achispados, se daban animos burlandose de los austriacos a los que Massena seguia canoneando para mantenerlos a distancia. Cada detonacion provocaba comentarios picarescos o vengativos, y cuando los tiradores estuvieron entonados, Molitor los alineo en simulacros de columnas, enarbolo la bandera tricolor en la que estaba bordado en amarillo el nombre del regimiento y ellos le siguieron, marchando con valentia por la larga calle, en cuyo extremo acababa de entrar en accion la infanteria del baron Hiller. Tras haber sufrido una primera descarga y visto caer a algunos de sus camaradas, lo que achaco a la mala suerte, el soldado Paradis, ajumado como los demas, disparo adelante y luego, obedeciendo a una orden, con la bayoneta tendida a la altura del vientre, echo a correr para traspasar a aquella multitud de hombres con uniformes blancos a los que veia un poco borrosos.

El emperador, que montaba al lado de Lannes, permanecia ante Essling, en el borde de la planicie, rodeado por los granaderos de uniforme azul con gorros de piel de oso del 24 regimiento de infanteria ligera.

– ?Y bien? -pregunto a Lejeune.

– El duque de Rivoli ha jurado resistir. -Pues resistira.

Entonces el emperador inclino la cabeza y puso mala cara. Poco le importaban los canones austriacos que disparaban contra Essling con la misma violencia que contra Aspern, pero un proyectil alcanzo un muslo de su caballo, el cual sacudio las crines, relinchando, antes de caer al suelo con su jinete. Lannes y Lejeune saltaron de sus monturas. Unos oficiales ayudaron al emperador a levantarse y el mameluco Roustan recogio su sombrero.

– No es nada -dijo el emperador al tiempo que se sacudia la levita, pero todos recordaban el reciente accidente de Ratisbona, cuando la bala de un tiroles le hirio en un talon. Habian tenido que vendarle, sentado en un tambor, antes de que volviera a montar.

Un general con sombrero de plumas clavo su espada en el suelo cubierto de hierba y exclamo:

– ?Rendicion si el emperador no se retira!

– ?Si no os marchais de aqui -vocifero otro- hare que mis hombres se os lleven!

– A cavallo!-ordeno Napoleon, poniendose de nuevo el sombrero.

Mientras sus mamelucos despachaban a punaladas al caballo herido, Caulaincourt le trajo otro, y Lannes le ayudo a encaramarse. Berthier, que no se habia movido, pidio a Lejeune que acompanara a Su Majestad a la isla y que le buscara un observatorio desde donde pudiera vigilar las operaciones sin correr peligro. Protegido en medio de una escolta, silencioso, el emperador se alejo al trote corto atravesando Essling y luego un bosque grande y frondoso que se extendia entre ese pueblo y el Danubio. La tropa bordeo el rio hasta el puente pequeno, franqueado al paso, y durante esta breve travesia el caballerizo mayor dirigio el caballo del emperador. Una vez en la isla Lobau, este monto en colera e insulto a Caulaincourt en jerga milanesa, percatandose de que sus oficiales le habian dado ordenes, incluso amenazado, y de que el habia obedecido. ?Se habrian atrevido a hacerle retroceder por la fuerza? Planteo la pregunta a Lejeune, el cual respondio que si, y entonces el furor de Napoleon remitio y se puso a refunfunar.

– ?Desde aqui no se ve nada!

– Eso puede arreglarse, Sire-dijo Lejeune.

– ?Que proponeis vos? -inquirio el emperador en un tono socarron…

– Ese gran abeto…

– ?Me tomais por un chimpance de la casa de fieras de Schonbrunn?

– Podemos fijar una escala de cuerda, y desde ahi arriba no se os escapara nada.

– ?Entonces presto!

Al pie del arbol se improviso una especie de campamento, y el emperador se dejo caer en un sillon. No miraba a los jovencisimos soldados que trepaban por las ramas para fijar la escala de cuerda, apenas oia el canoneo incesante, ni siquiera percibia el olor a quemado procedente de la planicie. Permanecia impasible, los ojos clavados en las puntas de las botas, y pensaba: «?Todos me detestan! ?Berthier, Lannes, Massena, los demas, todos los demas, me detestan! No tengo derecho a equivocarme. No tengo derecho a perder. Si pierdo, esos canallas van a traicionarme. ?Incluso serian capaces de matarme! ?Me deben su fortuna y se diria que tienen algo contra mi! Simulan su fidelidad, solo se mueven para amasar oro, titulos, castillos, mujeres. Me detestan y no quiero a nadie, ni siquiera a mis hermanos. Bueno, tal vez a Jose, por costumbre, porque es el mayor. Y tambien a Duroc. ?Por que? Porque no sabe llorar, porque es severo. ?Donde esta? ?Por que no esta aqui? ?Y si tambien el me detesta? ?Y yo? ?Acaso me detesto? Ni siquiera eso. No tengo ninguna opinion sobre mi mismo. Se que me empuja una fuerza y nada puede impedirselo. Debo avanzar a pesar de mi mismo y contra ellos».

23

Вы читаете книгу


Rambaud Patrick - La batalla La batalla
Мир литературы

Жанры

Фантастика и фэнтези

Детективы и триллеры

Проза

Любовные романы

Приключения

Детские

Поэзия и драматургия

Старинная литература

Научно-образовательная

Компьютеры и интернет

Справочная литература

Документальная литература

Религия и духовность

Юмор

Дом и семья

Деловая литература

Жанр не определен

Техника

Прочее

Драматургия

Фольклор

Военное дело