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La batalla - Rambaud Patrick - Страница 33


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– ?Que hacemos con estos pajaros, mi coronel? -pregunto Brunel, quien habia desmontado para probar las alubias del caldero.

– Llevadlos al estado mayor.

– ?Y vos? ?Ya no os conducimos al pueblo?

– No tengo necesidad de una tropa, y ese conoce el camino. Lejeune senalo a Fayolle, el cual recobraba el aliento, inclinado sobre el cuello de su montura.

Tras confiar el grupo de prisioneros a los coraceros, Lejeune siguio al soldado Fayolle, que cabalgaba entre las capas de bruma. Al pie de una colina se cruzaron con los impecables batallones de tiradores de la joven Guardia, con el arma en el portafusil, polainas blancas y chacos provistos de un largo penacho blanco y rojo, y luego una division del ejercito de Alemania que ascendia en silencio hacia la planicie. Oyeron restallar los latigos de los conductores del convoy de artilleria, divisaron sus guerreras azul claro y las charreteras de lana roja de los artilleros que remolcaban decenas de canones. Finalmente marcharon a lo largo de las interminables columnas de infanteria que mandaban Tharreau y Claparede. Fayolle se detuvo para ceder el paso a unos cazadores montados que iban a reunirse con la caballeria de Bessieres. La niebla se disipaba y ya se veian bien las primeras casas quemadas de Essling.

– No voy mas adelante, mi coronel -dijo Fayolle, sin mirar a Lejeune.

– Gracias. Esta noche celebraremos la victoria, te lo prometo.

– Bah, eso a mi no me beneficiara en nada, formo parte del ganado…

– ?Vamos, hombre!

– Cuando veo ese pueblo destrozado, tengo unas curiosas impresiones.

– ?Tienes miedo?

– No tengo un miedo normal, mi coronel. No es temor, no se que es, es como un destino espantoso.

– ?Que hacias antes?

– Nada o poca cosa, era trapero, pero tanto el gancho como el sable son oficios sucios con los que ganas una miseria. Mirad, ahi esta el mariscal Lannes que sale de Essling…

Y Fayolle volvio grupas. Lannes cabalgaba con los generales Claparede, Saint-Hilaire, Tharreau y Curial.

Calzado con botas polvorientas, acampado ante los muros del tejar con su estado mayor, el emperador estaba cruzado de brazos y sonreia a la niebla que se dispersaba. Tenia la impresion de que gobernaba los elementos, puesto que aquel mal tiempo era su aliado. En el pasado habia sabido utilizar el invierno, los rios, las sierras y los valles para llevar a cabo golpes rapidos y fulminar a sus enemigos. Hoy, gracias a aquella pantalla de bruma que velaba todavia el campo, su ejercito podia aparecer en bloque ante los austriacos en la explanada que separaba los pueblos. Lejeune habia llevado sus ordenes al mariscal Lannes, y se distinguian las masas de infantes que maniobraban en cuadro en la pendiente del talud. El hierro de los sables alzados y de las bayonetas, los dorados de los generales, las aguilas de las banderas brillaban bajo el sol naciente. Los tambores redoblaban y se respondian de un regimiento a otro, se mezclaban, confundian sus ritmos, crecian como un trueno permanente y acompasado. Los escuadrones seguian en segunda linea, formados en la parte baja de los pequenos valles, lanceros azules de Varsovia, husares, guardias de corps de Saxe y Napoles, cazadores de Westfalia. Al ver tal espectaculo, Napoleon pensaba que ya no eran gentes de Baden, gascones, italianos, alemanes, loreneses, sino una sola fuerza ordenada que se movia para derrotar con su fuerza de choque a las debilitadas tropas del archiduque.

Poco antes los coraceros de patrulla habian conducido a los prisioneros de la Landwehr, con sus curiosos sombreros provistos de hojas, ante el emperador, el cual los habia interrogado, y el general Rapp, un alsaciano que conocia su lengua, sirvio como interprete. Habian indicado y nombrado sus unidades, evocado su fatiga, sus debilidades, su falta de conviccion. Asi pues, Lannes iba a lanzar veinte mil soldados de infanteria entre la guardia de Hohenzollern y la caballeria de reserva mandada por Liechtenstein, aquel principe que el emperador habria querido como embajador en Paris. Por fin la iglesia de Aspern habia sido conquistada y Massena consolidaba su posicion. Perigord, procedente de la isla Lobau, confirmo la llegada de los treinta mil hombres de Davout, que avanzaban en aquel momento hacia Ebersdorf, en la otra ribera del Danubio, y franquearian el puente grande al cabo de una hora. Todo parecia cenirse a los planes de la ofensiva concebidos durante la noche. Los seis mil jinetes de Bessieres irian a meterse en la brecha abierta por Lannes para envolver al enemigo de costado, mientras que Massena, Boudet y Davout saldrian al mismo tiempo de los pueblos para atacar las alas contrarias. El emperador calculaba que antes del mediodia la victoria seria suya.

Puesto que era consciente de la influencia que tenia sobre sus hombres, y sabia aprovecharla, Napoleon decidio mostrarse ante las columnas extendidas. Al verle, los hombres se animarian y su valor se multiplicaria. Pidio que le preparasen su caballo gris mas docil, subio a un pequeno taburete que le habian desplegado y monto en la silla.

– Sire -le dijo Bethier-, nuestras tropas estan en marcha, sera mejor que os quedeis aqui, desde donde dominamos el conjunto del campo de batalla…

– ?Mi cometido es el de embrujarlos! Debo estar en todas partes. Esos hombres me siguen por el afecto que me tienen.

– ?Por piedad, Sire, permaneced fuera del alcance de los canones!

– ?Ois los canones? Yo no. Han retumbado para despertarnos al amanecer, pero despues se callan. ?Veis esa estrella?

– No, Sire, no veo ninguna estrella.

– Alla arriba, no lejos de la Osa Mayor.

– No, os aseguro…

– ?Pues bien, Berthier, mientras la vea yo solo, seguire mi camino y no aceptare ninguna observacion! ?Vamos! ?Vi mi estrella cuando parti hacia Italia con vos. La vi en Egipto, en Marengo, en Austerlitz, en Friedland!

– Sire…

– ?Me fastidiais, Berthier, con vuestra prudencia de vieja dama! ?Si tuviera que morir hoy, lo sabria!

El emperador partio, las riendas flotantes, seguido de cerca por sus oficiales. Cerraba el puno sobre un escarabajo de piedra que no abandonaba jamas desde la campana de Egipto, un amu leto de buena suerte recogido en la tumba de un faraon. Tenia la sensacion de que la fortuna estaba de su parte. Sabia que una batalla era parecida a una misa, que exigia un ceremonial, que las aclamaciones de las tropas que partian hacia la muerte reemplazaban a los canticos, y la polvora al incienso. Se santiguo apresuradamente dos veces, a la manera de los corsos cuando toman una dincil decision. Los granaderos de la Vieja Guardia le acogieron con un clamor electrico, dispuestos detras y a la izquierda del tejar. Al verle, el general Dorsenne alzo el bicornio y grito: «?Presenten armas!», pero los veteranos pusieron sus gorros de piel de oso o sus chacos en la punta de las bayonetas mientras gritaban el nombre del emperador.

En medio de las tropas dispuestas en el lindero de la planicie, el mariscal Lannes daba instrucciones a sus generales.

– El tiempo se despeja, senores, id a ocupar vuestros puestos. Oudinot y sus granaderos a la izquierda del frente, y luego Claparede, Tharreau en el centro, y vos, Saint-Hilaire, a la derecha, delante de Essling.

– ?No esperamos al ejercito del Rhin?

– Ya esta aqui. Davout vendra de un momento a otro para apoyarnos.

El conde Saint-Hilaire tenia un perfil de medalla romana, los mechones de cabello cortos y caidos sobre la frente, el cuello hundido en el de la guerrera, muy alto y bordado. Erguido en su caballo caprichoso, cuya rienda sostenia con firmeza, partio para reunirse con sus cazadores, una cohorte con uniformes de fantasia solo identificables por sus charreteras de lana verde. Se detuvo ante la linea de los tambores, reparo en uno que le parecia un nino e interrogo al comandante, un coloso de altura realzada por el gorro empenachado, el uniforme resplandeciente, sobrecargado de guirnaldas y adornos desde el cuello hasta las botas.

– ?Que edad tiene ese rapaz?

– Doce anos, mi general.

– ?Y que? -gruno el jovencito.

– ?Como que «y que»? Creo que tienes mucho tiempo para hacer que te maten. ?A que viene tanta prisa?

– Ya he estado en Eylau y he tocado la carga de Ratisbona, y no he sufrido ni un rasguno.

– Yo tampoco -replico Saint-Hilaire, riendose, pero mentia, olvidandose de una herida recibida en la planicie de Pratzen, en Austerlitz.

Desde lo alto de la silla de montar miraba al chiquillo sentado en el tambor de piel de vaca, casi tan alto como el.

– ?Como te llamas?

– Louison.

– No te pregunto el nombre de pila sino el apellido.

– Todo el mundo me llama Louison, senor general.

– ?Pues bien, Louison, saca tus palillos de la bandolera y toca como en Ratisbona!

El muchacho obedecio. El tambor mayor alzo su baston de junco con empunadura de plata y los demas se pusieron a tocar al unisono con el chiquillo.

– ?Adelante! -ordeno Saint-Hilaire.

– ?Adelante! -grito mas lejos el general Tharreau a sus hombres.

– ?Adelante! -grito Claparede.

El ejercito avanzaba por los trigales verdes. La bruma se disipaba en jirones, y los austriacos descubrieron a la infanteria de Lannes cuando marchaba contra ellos. El mariscal llego al galope y se puso a trotar al lado de Saint-Hilaire. Alzo su espada y la division emprendio el paso de carga, precedido por Louison, que tocaba como un demente sobre la piel del tambor, persuadido de que tambien el tenia algo de mariscal.

Sorprendidos por el vigor y la brusquedad del ataque, los soldados de Hohenzollern intentaron replicar, pero los cazadores pasaban por encima de sus camaradas caidos y arremetian a la ba yoneta. Bajo la arremetida, las primeras lineas austriacas retrocedieron una vez y otra mas: detras del tropel de infantes atisbaban las bocas de cien canones que les apuntaban desde la cresta del glacis.

En lo mas encarnizado de la batalla, Lannes perdio sus dudas. No era mas que un guerrero. Se desganitaba, gesticulaba entre sus hombres, a los que impulsaba siempre adelante. Al darles ejemplo los entusiasmaba, los deslumbraba, paraba los golpes del enemigo, incluso le arrancaron una condecoracion del pecho. Hele ahi lanzando su nervioso caballo contra unos artilleros, a los que espanta, arrolla y golpea furiosamente con el sable. Hele ahi que embiste un cuadro contrario, oye silbar las balas sin hacerles caso, se apodera de una bandera amarilla con un diseno complicado y ensarta a un teniente con la punta dorada del asta. Saint-Hilaire acude en su ayuda y clava su espada en la espalda de un granadero vestido de blanco. Los dos hombres luchan, espantan, inflaman a sus soldados hasta tal punto que los enemigos, que primero se habian retirado con metodo, empiezan a perder la cabeza, como se observa en su desorden al replegarse, en las brechas que ofrecen cuando se dispersan por los campos pisoteados.

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