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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 18


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– Me parece que he comprendido -le interrumpio el consul, impaciente por reunirse con los demas-. Asi pues, ?que necesita para mantener vivas a sus huespedes?

– Necesito una persona instruida que sepa leer bien, pues lo hemos dejado todo escrito. En nuestra casa tenemos cuadernos con la descripcion de cada especie, su emplazamiento, su origen, sus enfermedades, su.alimentacion, el riego, como respiran… Pero eso no es todo. Hay sabios que no pueden tocar una planta sin ponerla en peligro. Gracias al esfuerzo que nos ha supuesto conocer al vegetal, hoy este nos conoce por instinto y en cuanto nos ve. Pongamos por caso que Mace se encarga de cuidar nuestra casa. Pues dentro de una semana la habria convertido en una tumba.

– Entonces, ?quien? -pregunto el consul, consternado al darse cuenta de que habia descartado a su candidato antes de proponerlo siquiera.

– Ya se lo he dicho, la presencia de algunos humanos favorece el crecimiento de las plantas. Nosotros, los botanicos, acabamos sabiendo quien tendra sus favores, inexplicablemente. Aqui solo hay una persona que puede tener ese don de la naturaleza.

– Gracias a Dios que por lo menos hay una -dijo el consul, impaciente por poner fin a la conversacion-. Deme su nombre para ponerla inmediatamente sobre aviso.

– Es la senorita, su hija.

Despues de soltar la bomba, Poncet retrocedio dos pasos y espero. El consul estaba desconcertado.

– Mi hija es una persona de abolengo -dijo al fin, con expresion de ofendida dignidad-, y esta completamente por encima de semejantes quehaceres.

– Sin embargo, la naturaleza la ha hecho digna de ellos.

– Poco importan aqui los designios de la naturaleza, si la sociedad no lo admite. Quitese esa idea de la cabeza y busque a otro candidato, se lo ruego.

– No lo hay.

– Pues en tal caso ya le daremos una indemnizacion por sus plantas.

– No es cuestion de dinero -replico Jean-Baptiste poniendose muy serio.

Luego se acerco al consul y le hablo con un tono sosegado.

– Piense que no le pido nada del otro mundo. Manana mi socio y yo nos habremos ido y la casa quedara vacia. La senorita, su hija, encontrara dos o tres cuadernos escritos en latin en una repisa. Estoy seguro de que posee la gracia necesaria para cuidar las plantas y que tiene la intuicion precisa para darles lo que necesitan.

– Veo que sigue insistiendo, pero ya le he dicho que no voy a satisfacer ese capricho. Mi hija no ira.

– En tal caso -exclamo Jean-Baptiste-, yo tampoco ire. Ya encontrara a otro que vaya a husmear las costras del Negus.

– Un poco de respeto, senor. Se trata de un rey.

– Se trata de un rey y de sus costras. Las dejo en sus manos.

Jean-Baptiste se despidio con una reverencia y abrio la puerta.

– ?Ya vale, Poncet! -grito el consul-. Su chantaje no tiene limites. Escucheme, pero antes cierre esa puerta.

El medico se quedo en el vano.

– Hace ocho dias que hace usted lo que quiere con nosotros, pero ya basta. Se lo digo solemnemente: arregleselas como mejor le parezca con su casa, pero eso que me propone es intolerable. Y marchese a Abisinia, porque si no…

– Si no, ?que?

– Si no hare que lo arresten inmediatamente. Tengo autoridad sobre cada uno de los habitantes de esta ciudad, y no tendre reparos en ejercerla contra usted.

– En tal caso, ya me puede arrestar.

– ?No me provoque! -grito el consul.

Poncet tendio las manos para que le pusieran las esposas.

– Bueno, ?a que espera?

Atraidos por las voces, el senor Mace y el padre De Brevedent entraron en la sala y calmaron a los dos hombres. Poco despues Poncet volvio a su casa, no sin antes decirle al consul que no cambiaria de parecer y que tenia la noche por delante para reflexionar. El senor De Maillet se sentia tan abrumado por este ultimo incidente que se nego a dar explicacion alguna a su secretario y al jesuita, y se retiro inmediatamente a sus aposentos para descansar. Su mujer fue a reunirse con el, muy preocupada al verle tan alterado. Se lo encontro estirado en la cama, con la cabeza recostada en dos almohadones, y el sintio gran alivio al poder confiar a su esposa la proposicion indecente del joven.

No se puede decir que la senora De Maillet fuera una persona sin honor, pues al igual que su marido tenia un gran concepto de su rango. Pero a menudo las mujeres saben distinguir mejor lo esencial de lo accesorio. Con dulzura y mucho tacto le insinuo a su marido que ciertamente seria menos perjudicial ceder a esta ultima exigencia de Poncet que resistirse. Argumento que si el boticario no emprendia el viaje continuaria acosando al consul un dia tras otro y le ocasionaria tantos quebraderos de cabeza que su salud acabaria por resentirse irremediablemente. En cambio, si el senor De Maillet aceptaba, los inconvenientes serian de escasa importancia, insignificantes.

– La casa quedara vacia. Todos saben que esta llena de plantas y de libros de ciencia. Mandaremos a Alix con el padre Gaboriau para cuidarlas; nadie vera nada malo en ello. Y respecto a nuestra hija, le hara bien salir y moverse un poco.

– Pero ?como ha podido poner sus ojos en ella? -dijo el consul, incorporandose-. ?Habran tenido alguna relacion secreta en nuestra casa?

– Calmate, querido, yo doy fe de que nuestra hija es extremadamente pudorosa. El solo le ha hablado una vez, y en mi presencia.

Tras decirle esto le conto en pocas palabras la escena en el jardin.

– Por eso -anadio ella- tendra la intuicion de que tiene cualidades para el cuidado de las plantas. Y puedo asegurarte que tiene razon. Cuando alguna de mis plantitas se mustia por el calor o por la sequedad, se la confio a Alix. Ella la lleva a su habitacion, y unos dias mas tarde me la devuelve lozana.

La senora De Maillet estuvo tan acertada que su marido se rindio a sus razonamientos. Ademas, algo le decia que Poncet no tenia ninguna posibilidad de volver del viaje. Asi pues, aunque sus palabras escondieran algun proposito deshonesto, nunca tendria ocasion de ponerlo en practica. Aliviado por haber vencido este ultimo obstaculo, que en parte habia originado el mismo, el consul mando a su joven esclavo nubio a casa de Jean-Baptiste con el encargo de hacerle llegar la siguiente nota: «Mi hija ira a su casa cada dia con el padre Gaboriau para cuidar las plantas. Ahora, vayase.»

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Rufin Jean-christophe - El Abisinio El Abisinio
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