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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 71


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– ?Por que no esta aqui ese hombre? -pregunto Luis XIV.

– Sire, nosotros asi lo deseabamos con vehemencia. Sin embargo Vuestra Majestad sabe hasta que punto los turcos ponen obstaculos al paso hacia Europa de todos los foraneos. Pero, por fortuna, el embajador no vino solo. Le acqmpanaba el senor Poncet, que si esta aqui.

El padre Plantain se volvio hacia Jean-Baptiste. La tension del ambiente que se habia disipado un poco durante ese dialogo volvio a crecer con toda intensidad, y Jean-Baptiste comprendio de repente que la causa solo podia ser el.

– El senor Poncet ejerce el oficio de farmaceutico en las Escalas de Levante. Actualmente tiene su domicilio en El Cairo. Nuestro misionero, el difunto padre De Brevedent, de quien ya os he hablado, viajo hasta Abisinia con el aprovechando la circunstancia de que el Emperador habia enfermado y requeria los cuidados de un europeo. Asi pues, gracias al senor Poncet pudo llegar la mision hasta el Negus, que es como se llama a aquel soberano. Y tambien con el vino su emisario.

Dicho esto, el padre Plantain guardo silencio y se volvio hacia Jean-Baptiste. Luis XIV clavo entonces su mirada en el medico, y todo el entorno del Rey hizo lo propio. Habia llegado el momento.

Jean-Baptiste se adelanto un poco, realizo otro breve saludo y empezo:

– Sire, en ausencia del embajador que envio el Emperador de los abisinios ante Vuestra Majestad, me corresponde a mi transmitir el mensaje que aquel soberano deseaba hacer oir en esta corte. Debo anadir que el Emperador tenia la vivida esperanza de que Vuestra Majestad querria hacerle llegar una respuesta, y estoy a vuestra entera disposicion para llevarsela, aunque sea de nuevo a riesgo de mi vida.

– ?Cual es, pues, el mensaje que le ha encomendado? -pregunto el Rey.

– Os respondere enseguida, Majestad. No obstante, espero que antes os digneis escuchar lo siguiente: El Rey de los abisinios no me ha enviado con las manos vacias. Su reino es rico: el suelo de aquella tierra esta repleto de metales y gemas, los bosques se hallan poblados de animales que no sabria concebir la mas viva imaginacion. El Negus puso su empeno en que el Rey de Francia recibiera como testimonio de su amistad…

Los asistentes acogieron sus palabras con un murmullo general. El Rey mantenia impasible la mirada.

– … y de su admiracion -anadio con vehemencia Jean-Baptiste- las pruebas mas bellas de aquellas riquezas.

– ?Y bien, donde estan tales presentes? -pregunto Luis XIV, mirando hacia la caja que habia junto a los dos lacayos.

– Ah, Sire. El Emperador nos entrego bolsas de oro en polvo que se cargaron en cinco mulas, ademas de algalia e incienso en otras cuatro muias. Luego habia ambar gris y diez sacos del mejor cafe del mundo. Ese era el primer cargamento. Detras seguian cinco yeguas de pura raza, animales con tal brio que sin duda hubieran impresionado a Vuestra Majestad, porque se trataba de animales resistentes en cualquier terreno. El Emperador quiso que fueran ensillados y embridados con los cueros mas exquisitos. Entre los hombres mas vigorosos de la guardia del Negus, acostumbrados a soportar los rigores climaticos del altiplano, se escogieron a ocho soldados abisinios para que caminasen junto a ellas.

Los jesuitas se habian alejado imperceptiblemente de Jean-Baptiste para verle hablar. Estaba muy erguido y tan pronto volvia los ojos hacia el soberano como a su alrededor, envolviendo con su mirada a la concurrencia. Hablaba con voz penetrante, y el murmullo ceso por unos instantes. Las mulas cargadas de oro, las yeguas ricamente ensilladas y el cortejo de jovenes abisinios parecian cruzar por la sala, desfilando a paso lento de un extremo al otro del salon para desaparecer por la galeria de los Espejos.

– Detras -continuo Jean-Baptiste-, cerrando la comitiva y sirviendonos de retaguardia, habia dos ejemplares de esas bestias gigantescas que se conocen como elefantes, trabados con cadenas y grilletes de plata. En cada uno de sus colmillos de marfil se habria podido tallar la estatua de un hombre a tamano natural…

Pontchartrain se inclino hacia el soberano, le susurro algo al oido y ese movimiento basto para sacar a los asistentes de su hechizo, rompiendo el encanto.

– Resumiendo -interrumpio el Rey-, ?todo eso es lo que hay en esa caja?

La pregunta cargada de ironia levanto un murmullo de voces entre los cortesanos, y en sus rostros se dibujaron unas sonrisas malvadas.

– Desgraciadamente, sire, asi es en cierto modo.

El rumor se desbordo, como un liquido puesto al fuego, en algunas risas ahogadas.

– Si-continuo Jean-Baptiste mientras levantaba sus grandes ojos llenos de sinceridad hacia Luis XIV-, durante el viaje tuvimos que hacer frente a muchos percances. Las inclemencias del clima mataron a las yeguas; los turcos confiscaron a los abisinios y nos robaron el oro, el ambar y el incienso.

Dio un paso hacia la caja.

– Podriais dudar de lo que digo, Majestad, pero esta caja es una prueba de la veracidad de mi relato y os dara una idea de la ostentacion con que el soberano de Abisinia pensaba honraros.Los lacayos tenian un sacaclavos que les habian entregado para realizar su cometido. Con un gesto, Jean-Baptiste les dio la orden de abrir la caja. El Rey indico a los sirvientes que hicieran avanzar su silla unos pasos y, ayudandose del timon, se coloco al traves para tener bien a la vista, por el flanco izquierdo, todo cuanto alli iba a aparecer. Mientras, los dos lacayos realizaban su trabajo con un silencio expectante. En el salon solo se oia el crepitar de un leno enorme que ardia en la chimenea, y de vez en cuando el chirrido de las herramientas al desprender los clavos de la madera de la caja. La tapa cedio por fin. Jean-Baptiste aparto a los lacayos y dejo la tapa a un lado. Lo unico que se veia era un lienzo de lino humedo y parduzco que recubria un contenido de formas redondeadas. Jean-Baptiste lo retiro, y todo lo demas ocurrio muy depnsa.

Poncet se quedo quieto un instante antes de agarrar con las dos manos algo que tenia la anchura de la caja. Luego se incorporo, mientras un magma espeso se escurria por el efecto de su propio peso. Era verdoso, deshilachado y nauseabundo. La oreja del elefante, irreconocible, habia formado una masa compacta debido al moho y libero un fino polvo azulado como una harina corrompida, que se elevo en una nube espesa y pestilente. Agitados por esa subita fractura, unos insectos de aspecto absolutamente repugnante empezaron a saltar por todas partes, con patas, alas, antenas, mientras sus espantosas colonias se desparramaban por el suelo. Jean-Baptiste estaba tan estupefacto al ver la oreja corrupta que se quedo sin habla y, mirando a su alrededor con una expresion de desespero, continuo agitando estupidamente aquel trapo ligero y escamoso que enrarecia el ambiente con aquella basura.

Al cabo de unos momentos de estupor, los presentes sufrieron una violenta agitacion.

– ?Al Rey! ?Al Rey! -exclamo una voz, que probablemente era la de Pontchartrain-. ?Que no respire esto!

Los servidores hicieron girar el sillon y se lo llevaron por una puerta que daba a la galeria y que se abrio prontamente.

– ?Guardia, guardia! ?Llamad a la guardia! -grito otra voz.

– ?Un medico!

Los alli presentes, lejos de Jean-Baptiste, que se quedo solo en el centro del salon, se apinaban en cuatro corrillos, uno en cada esquina.

Alguien pronuncio subitamente «veneno», una palabra de tan funesta memoria en la corte que todo el mundo escondio la nariz en panuelos o en los punos de encaje. Ante la llamada de socorro, los guardias hicieron su entrada por la puerta del salon. Media docena dehombres vigorosos se abalanzaron sobre Jean-Baptiste, le golpearon en las manos con la culata del mosquete para que soltara el apestoso instrumento con el que habia cometido el atentado, arrancaron una colgadura para envolver la caja, y una vez cubierta, la lanzaron al fuego. Luego, los que habian detenido a Jcan-Baptiste lo condujeron afuera sin contemplaciones y lo dejaron en un rincon de la sala de guardias. Entretanto, el salon fue ventilado, y con prudencia, los asistentes se reunieron en la galeria de los Espejos, donde los jesuitas recibieron la autorizacion para entrar despues de un buen rato.

El padre De La Chaise, que queria ver al Rey a toda costa, fue conducido finalmente a la sala del consejo, donde habian instalado a Su Majestad a buen recaudo. El medico Fagon, que lo habia examinado, no detecto ninguna sena! de envenenamiento a consecuencia de las sustancias volatiles. No obstante, como medida preventiva, le mando tomar un cuenco de leche caliente de burra. Pontchartrain ya no estaba con el Rey cuando entro el jesuita, que se lanzo a los pies del soberano pidiendole perdon.

– Vamos, padre -dijo Luis XIV-, levantese, no ha sido nada. Mis sirvientes han tenido mas miedo que yo. Pero habida cuenta de que en esta silla soy su prisionero…

– Sire, creame que lo lamento infinitamente.

– Cerciorese antes de los presentes que me ofrece -dijo el Rey con un tono afable y una pizca de ironia.

– Tendriamos que haber…

– No le demos mas vueltas al incidente -corto el Rey-. Sepa que yo tenia un presentimiento. Ese hombre me parece poco digno de confianza. Son muchos los que sospechan de su persona y, para decirlo todo, muchos temian que se tratara de un impostor. No obstante, he escuchado sus palabras y he aceptado recibirle…

– Sire, su conducta es reprobable, estoy de acuerdo, pero nunca hemos tenido la menor duda de la sinceridad de sus palabras.

– Usted es un hombre santo, padre. Pero me temo que tiene mas habilidad para desenmascarar al demonio oculto en las almas que el fariseismo en carne y hueso ante sus propios ojos.

Con la mirada que le lanzo al pronunciar estas palabras, el padre De La Chaise comprendio de repente que el soberano habia recordado que hablaba con su confesor, y una imperceptible sombra de temor velo la mirada del monarca.

– Usted me apena muchisimo -dijo el jesuita con humildad.

– No hay por que. Sigo confiando en usted. Sepa que admiro la obra de la Compania y que la secundo mas que nunca. Prueba de ello es la China, pues acabo de dar la orden de apoyar plenamente su mision en Pekin.

– Es una buena accion -replico el jesuita, inclinando la cabeza.

– Y en cuanto a Abisinia, habia solicitado mi ayuda para mandar alli a seis de los suyos, ?no es asi?

– Si, sire.

– Se la concedo. Pero no se vanaglorie mucho de ello publicamente.

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