El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 73
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Esto sirvio de poco consuelo a Jean-Baptiste, que continuaba aburriendose delante de la chimenea.
– ?Pues escriba! -le dijo al fin Sangray con cierto fastidio-. Si, escriba, como cuando se camina de un lado a otro sin ir a ninguna parte, simplemente para no morirse de frio. Si ordena todos sus recuerdos, si narra todo cuanto usted ha visto y llevado a cabo, consolidara sus respuestas frente a aquellos que van a juzgarle.
Jean-Baptiste siguio su consejo, al principio sin entusiasmo, pero luego se ensimismo en la redaccion de sus memorias. En lugar de anegarse en los negros pensamientos del invierno urbano, su mente no abandono los luminosos dias en el altiplano de Abisinia, las cabalgadas a la caza de los antilopes, la guardia del Negus en marcha con sus escudos dorados y las estolas de leopardo. Estaba en Gondar, en el mercado de las especias, y olia el cinamomo y el pimenton rojo. En la tibieza de la noche, oia el aullido de las hienas cada vez mas fuerte. Y las mujeres pasaban por delante, paseando una mirada austera con aquellos ojos tan blancos y tan negros.
Escribia de la manana a la noche junto al fuego, en su aposento. Los guardias se relevaban en su puerta y a veces no le veian en todo el dia. Saco de su exiguo equipaje un traje de algodon blanco como el que llevan los abisimos, con un pantalon estrecho y un velo de muselina bordado con una franja estrecha y vistosa que se colocaba como una toga alrededor de los hombros. Habia traido ese atuendo de Etiopia sin saber muy bien por que, y al principio penso ofrecerselo a alguien, pero al final se dio el gusto de vestirse con aquellas prendas en su habitacion. Se anudo alrededor de la cintura el cinto destinado al Rey de Francia, pues los jesuitas le habian aconsejado no darselo. Y asi, ataviado como un abisinio, Jean-Baptiste se sentia mucho mas inmerso en el tema. Para completar la vestimenta, agrego la cadena de oro y el colgante que le habia dado el Negus Yesu en el momento de la partida. Era muy emotivo tener en las manos aquel objeto que habia tocado aquel lejano e hipotetico monarca, que daba prueba de su amistad e incluso de su existencia cuando todo conspiraba para ponerla en duda. La reflexion de Jean-Baptiste, que transcribia en su relato, adquiria cuerpo con el, bajo aquella apariencia de algodon blanco. Sangray se acostumbro a ver a su huesped con aquel atuendo cuando ambos se reunian para comer.
Un dia el senor Raoul llamo a Poncet urgentemente para socorrer a un apople)ico que acababa de sufrir un ataque en su albergue. La detencion del canciller no prohibia al medico salir, siempre que lo acompanase la guardia y que no se acercara para nada a la familia real. En el comedor de la taberna, los comensales se levantaron todos a una al ver aparecer a aquel joven vestido de blanco, con el cinto dorado y dos mosqueteros a sus espaldas. Los presentes se quedaron pasmados, creyendo que se trataba de algun principe llegado intempestivamente de Oriente, tal vez incluso con una alfombra magica y a quien el Rey honraba con una vigilante escolta. Los hombres de negocios que cenaban en la taberna se sintieron mas extranados aun cuando vieron desaparecer aquella brillante comitiva por la vetusta escalera para ir a visitar a uno de los suyos. Por lo demas, Jean-Baptiste no pudo hacer nada pues cuando entro en la habitacion del mercader, el hombre exhalaba sus ultimos estertores. El medico volvio a marcharse y poco despues bajaron el cadaver. Entretanto, la concurrencia hizo sus conjeturas en voz baja. La mayor parte compartia la opinion de un anciano vinatero de Chablis que afirmaba que su companero mercader seguramente se habria convertido a una religion desconocida de algun pais lejano, y que por eso una especie de cura vestido completamente de blanco habia ido a llevarle el ultimo sacramento.
Despues de esta primera salida, Jean-Baptiste no vio inconveniente en hacer otras, vestido de igual modo. El senor Raoul siempre veia afluir las peticiones de consulta y se alegraba de poder servirles otra vez. Jean-Baptiste solo aceptaba ir a casa de los humildes, y no cobraba. Poco a poco el barrio se hizo eco de la verdad por cuenta propia, y ya nadie se extrano de ver pasar -siempre a primera hora de la tarde, es decir, cuando daba por terminada la escritura- su larga figura envuelta en una toga blanca, buscando en las callejuelas las direcciones de los cuchitriles mas sordidos donde habia ninos enfermos, y escoltado por dos soldados del Rey.
En el amplio perimetro donde era requerido para estas visitas, los parisinos le apodaban el Abisinio, y se acostumbraron a saludarle amistosamente por las calles.-
9
Segun usted, ?a que se parece esto, a los santos oleos?
El senor De Maillet, sentado en un gran sillon frente al senor Mace, hablaba casi en voz baja.
– Excelencia, a mi me parece… en fin, no se, imagino… que es el oleo.
– Muy bien -dijo el consul, ligeramente nervioso-, ?pero de que naturaleza, en que cantidad, en que tipo de frasco?
– Oh, no hara falta mucho. Un poco en la frente… en las manos tambien.
– Resumiendo, Mace, a usted le ocurre lo mismo que a mi -dijo el senor De Maillet poniendose derecho-, no tiene ni idea.
– Me informare -exclamo el secretario, picado.
– De todas maneras, eso no cambia nada. Ya lo pensaran los capuchinos. Y digame otra cosa, ?quien se lo proporcionara?
– Un monje siriaco, el hermano Ibrahim, que conoce al patriarca copto y afirma poder recibir de el los oleos de la coronacion.
– ?Cuando?
– En cuanto los capuchinos esten preparados.
El senor De Maillet se levanto y se cubrio con una capa de tela. Diciembre en El Cairo puede ser frio. El desierto no esta lejos. Y aquellas endemoniadas casas no estaban preparadas para afrontar otra cosa que no fuera el bochorno. El consul ya no se separaba de su peluca, cuya larga melena atusaba tembloroso sobre su pecho.
– Asi pues, el plan de los capuchinos es este: llevar al Emperador de Abisinia los santos oleos para su coronacion, que sin embargo ya se celebro hace mas de quince anos, si no me equivoco…-El padre Pasquale dice que eso no tiene importancia. Los abisinios, que estan aislados del mundo, tienen la costumbre de ingeniarselas solos. Pero lo hacen con pesar. Si alguien les llevara los oleos, se mostrarian muy agradecidos, incluso al cabo de quince anos, y volverian a hacer una ceremonia de coronacion con el mismo entusiasmo.
Despues de aquel discurso, el senor Mace tosio ruidosamente.
– Admitamos eso -dijo el consul-. En fin, ?que le ha dicho al padre Pasquale para justificar que no lo reciba?
– He sostenido, tal como el senor consul me habia aconsejado, que Vuestra Excelencia estaba enfermo.
– ?Le ha creido?
– Lo dudo. En todo caso volvera manana, y si Vuestra Excelencia me permite el pronostico, no lo dejara tranquilo, pues dice que usted le ha prometido una colaboracion financiera.
– Es algo muy engorroso -le replico el consul molesto-. Tengo que escribir a Versalles. ?No dispongo de fondos para los viajes de esos capuchinos y sus entregas de aceites sagrados!
Se encogio de hombros.
– Realmente todo esto me incomoda. Esas congregaciones deberian quedarse donde estan. Amenazan con hacer sombra a nuestra propia embajada, la de Le Noir du Roule, que a mi parecer es la unica que cuenta.
– Tal vez podriamos reagruparlas y unir su expedicion a la nuestra… -aventuro el senor Mace.
– ?Lo que faltaba! ?Usted no esta en su sano juicio! -exclamo el consul.
Cuando se disponia a dar rienda suelta a su indignacion, alguien llamo discretamente a la puerta del despacho. El secretario se acerco presuroso, entreabrio la puerta, cogio un paquetito y le dijo al consul:
– El correo de Alejandria, Excelencia.
El senor De Maillet cogio las cartas de manos del senor Mace, rompio nerviosamente el cordon sellado que las envolvia y paso revista al contenido: nada de Pontchartrain, pero habia una breve misiva de Flehaut.
El consul la abrio con impaciencia y la leyo, soltando frecuentes exclamaciones.
Flehaut referia la audiencia de Poncet y sus consecuencias, mencionaba su proximo juicio y comunicaba, en el mas estricto secreto, la llegada de seis jesuitas.-?Que desgracia! -exclamo el consul-. ?Como es posible? Nosotros que pensabamos habernos librados de ellos, y ya tenemos seis mas aqui…
Pero le gusto tanto lo que seguia a continuacion en la carta que no pudo resistir volver a leerla en voz alta para el senor Mace.
– Escuche esto: «… Pero el ministro ha conseguido que la mision de los jesuitas sea totalmente ajena a la del consulado. Ademas, el senor De Pontchartrain, que no escatima elogios para con la persona de Su Excelencia, ha conseguido persuadir al Rey de que es util enviar por separado nuestra propia embajada con fines politicos y comerciales…» ?Que gran hombre mi querido primo! «El senor Le Noir du Roule parecia convenir al ministro para esta mision, que por lo tanto puede marcharse sin demora. La proxima caja consular aportara los fondos necesarios para que esta mision pueda ponerse en ruta. Firmado: Flehaut.»
Envuelto en la capa, con la peluca torcida, el consul se hundio en una silla.
– El asunto se encamina por fin tal como habia previsto, Mace. Una embajada… Vaya a buscar a Le Noir du Roule.
– No creo que este aqui -dijo el senor Mace.
– Busquelo.
No era muy dificil. Todas las tardes, el diplomatico, a quien le perdia el juego, echaba unas partidas de faraon en la casa de un hombre de negocios viudo, relativamente acaudalado antes de conocerle. El senor Mace arranco con dificultad a Du Roule de esta ocupacion y se lo llevo al consul.
– Querido amigo -dijo alegremente el senor De Maillet-, tengo una excelente noticia para usted.
«Muy buena tendra que ser -penso Du Roule- para que le perdone no haberme dejado terminar una partida con la que iba a ganar mil libras.» Hizo una educada reverencia.
– Sientese, porque se trata realmente de una excelente noticia. La cuestion es que el ministro le nombra nuestro embajador en Abisinia.
En el rostro del joven diplomatico se dibujaron cuatro o cinco muecas sucesivas, siempre movidas por resortes interiores, aunque resultaba imposible saber en que estaria pensando, como de costumbre.
– En verdad -dijo animadamente-, la sorpresa me ha dejado pasmado.
Pero nadie hubiera dicho que aquel hombre elegante con medias impecables, a pesar de que acababa de cruzar una calle llena de barro, se hallara pasmado.
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