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El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 91


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Por la noche, todos los huespedes del establecimiento cenaron en silencio en un gran comedor con paredes enjalbegadas. El unico decorado era una vieja espada de caballeria cubierta de orin que pendia de dos clavos. Luego los huespedes se retiraron con una vela en la mano, haciendo chirriar el entarimado del piso superior. Jean-Baptiste espero a que Murad se quedara solo, pues segun su buena costumbre siempre era el ultimo en abandonar la mesa para asi poder acabarse todos los restos, y se sento frente al armenio.

– Senor -dijo Jean-Baptiste en arabe.

Murad entorno sus ojos de miope y saludo, dejando entrever una ligera inquietud.

– El embajador Murad, supongo -dijo Jean-Baptiste con tono de pregunta.

– ?Como lo ha sabido?

El armenio levanto la palmatoria y la acerco al rostro de su interlocutor.

– Pero… Se diria… ?Eres tu, Jean-Baptiste?

– ?Chsss! Soy el caballero de Vaudesorgues.

– ?Ah! bueno… -dijo Murad, un poco decepcionado-. Habia creido que…

– Claro que soy yo, idiota, pero no es necesario que lo propagues a los cuatro vientos, y menos aun a tus nuevos amigos.

– No son mis amigos. Esos senores viajan en calidad de sabios eminentes. Desean conocer Abisinia. Y como no tenia noticias tuyas…

– Has hecho bien en marcharte, Murad -dijo Jean-Baptiste sonriendo.

Saco un frasco plano de cobre estanado y escancio un liquido incoloro en la taza vacia de Murad y en la suya, que habia llevado a su mesa.

– Aguardiente -dijo el armenio-. En Arabia la Afortunada, en la tierra del Profeta… ?No tienes miedo?

Brindaron con cautela y apuraron sus vasos de un trago.

– Si-dijo Jean-Baptiste-, tengo miedo. Por ti.

– ?Que quieres decir?

– ?Vas camino de Massaoua?

– Dentro de dos o tres dias, cuando el jerife de La Meca haya puesto el sello en los documentos de esos senores.

– ?Hace mucho tiempo que no has visto al Nayb?

– ?A ese bondadoso viejo?

– Ya no es el.

– Asi que ya no es el terrible Mohammcd…

– No, Mohammcd ha muerto, tendras que vertelas con su sobrino Hassan, que es mas terrible aun. Su odio hacia los religiosos francos no tiene limites.

– Bah, eso no nos concierne. El Negus en persona me pidio que llevara sabios, si encontraba, a la hora de volver.

– Sabios si, pero jesuitas…

– ?Como…? -exclamo Murad-. ?Como dices?

Jean-Baptiste agarro al armenio por el cuello de la tunica y le hablo directamente a la cara.

– Estas llevando a Massaoua a seis jesuitas, ?comprendes? Si tu eres tan tonto como para no darte cuenta, tal vez el Nayb no lo sea tanto. Y suponiendo que no sospeche nada, el Emperador te vera llegar con seis individuos que solo tienen una idea en la cabeza: convertirle. Nos ha hecho jurar que no llevariamos ninguno, y tu vuelves con media docena en tu equipaje.

Solto a Murad, que volvio a caer en la silla tan aturdido como si le hubieran dado un mazazo.

– Estoy perdido -dijo el armenio, y se puso a sollozar en silencio como un nino.

– Deja de lloriquear -le dijo Jean-Baptiste, sirviendole otro vaso de aguardiente.

Murad se lo bebio de un trago y parecio mas triste aun.

– Habria hecho mejor colocandome de cocinero en El Cairo, como pensaba. Solo conozco eso. Todas vuestras historias de religion y politica me confunden.

– Escuchame, Murad. Haz lo que te digo y no tendras nada que temer. El Emperador te dara una excelente acogida y podras ser cocinero suyo si te apetece.

Murad, sin decir una palabra, solto un resoplido y deslizo el vaso encima de la mesa. Jean-Baptistc lanzo una ojeada hacia los cojines y luego le sirvio de nuevo.

– Manana temprano, antes del alba, partiras hacia el puerto -dijo el medico con suavidad-. Voy a dejarte una bolsa de oro para que puedas convencer al capitan de cualquier falua. Cruza el mar Rojo y ve a ver al Nayb. Adviertele que seis jesuitas quieren entrar en su territorio y que afortunadamente has conseguido librarte de ellos. Luego, sigue hasta Gondar, presenta mis saludos al Emperador, dile que el Rey de los francos ha recibido su embajada y que le da su bendicion. Tu mision se acaba ahi. Te encontraras con tus primos y con tu tio, y espero que seas feliz el resto de tus dias.

– ?Y los jesuitas? -pregunto Murad, envalentonado por aquellas palabras y por los tres vasos de aguardiente.

– Ya me encargo yo de ellos.

– ?Y tu?

– Yo, amigo mio, soy un hombre feliz. Y espero serlo aun mas todavia.

– ?Por tu prometida?

– Voy a reunirme con ella. Quien sabe, tal vez nos veas un dia en Gondar…

Brindaron dos veces mas todavia. Jean-Baptiste repitio sus instrucciones y solvento los ultimos detalles. Se separaron hacia medianoche, despues de despedirse con un caluroso abrazo.

9

Durante la jornada siguiente, Jean-Baptiste observo atentamente a los seis huespedes de la posada que acompanaban a Murad. Estos no se percataron de la ausencia del armenio hasta el mediodia, puesto que les tenia acostumbrados a sus despertares tardios. Uno de ellos subio a golpear la puerta de su habitacion, pero bajo muy nervioso. Tal como habia acordado la noche anterior con Jean-Baptiste, Murad habia mandado decir al posadero que habia ido a la ciudad a resolver un asunto. Dado que ningun extranjero podia acudir alli sin una autorizacion especial, los seis jesuitas se tomaron aquel contratiempo con paciencia. Se dispersaron por el jardin y a lo largo del camino polvoriento que conducia a la ensenada por la que se podia pasear con libertad unos quinientos metros.

Al llegar la noche volvieron a reunirse y luego cenaron en silencio. Aquella noche no habia ningun otro cliente, aparte de Poncet. Hacia el final de la cena, que degusto tan tranquilamente como pudo, Jean-Baptiste acerco su silla a la mesa de los sabios. Les pidio permiso para invitarles a te a la menta y pasteles, argumentando que habia oido indiscretamente, durante su parca conversacion, que eran compatriotas suyos.

– Sea bienvenido -dijo con una expresion sombria uno de ellos.

– Pues bien -replico Jean-Baptiste, levantando su vaso mientras fumaba-, ya que aqui no esta permitido cuidar la salud de otra forma, alzo mi te, que bien mirado tiene el color del conac. ?Por la felicidad de todos!,

Brindaron sin entusiasmo, salvo Jean-Baptiste, que estaba jovial por los siete.-Les pido excusas por no haberme presentado: soy el caballero Hugues de Vaudesorgues, su servidor.

Una vez dicho esto, el supuesto caballero se levanto unos centimetros del asiento e hizo una pequena reverencia ante el foro.

– Somos sabios -respondio de mala gana el huesped mas viejo-. La Real Sociedad de Ciencias de Espana nos envia en viaje de estudio.

– ?Y adonde les lleva su viaje? -pregunto Jean-Baptiste con fingida inocencia.

Los seis hombres se miraron con inquietud.

– A Abisinia -dijo finalmente su portavoz.

El caballero se mostro admirado.

– ?Un territorio desconocido! Senores, realmente, me maravilla su intrepidez.

En aquel momento, nada parecia menos intrepido que aquellos desgraciados viajeros, huerfanos de su guia y absolutamente recelosos de aquel charlatan que les habia abordado.

– ?Puedo hacerles una pregunta indiscreta, senores? -dijo Jean-Baptiste en voz baja.

– Si lo desea.

– Bien, pero no se sientan obligados a responderme. ?Estan ustedes casados?

Los huespedes se sintieron incomodos. Dudaron unos instantes, y finalmente el mismo portavoz respondio:

– No, senor caballero, no lo estamos.

– Excelente -exclamo Jean-Baptiste en voz alta-. Realmente excelente.

– ?Y se puede saber por que? -pregunto molesto uno de Jos viajeros, que desde la izquierda de la mesa, habia observado al intruso con mas sangre fria que los demas.

– Pues porque en tal caso no me cabe la menor duda de que van a convertir ese pais.

Seis exclamaciones se alzaron al mismo tiempo y luego todas las miradas se dirigieron temerosamente hacia la antecocina, donde por fortuna nadie parecia haber oido las imprudentes palabras de Jean-Baptiste.

– Expliquese -dijo a media voz el viajero mas locuaz.

– Pero si es muy sencillo. Les contare una anecdota y enseguida comprenderan. Me la refirio un misionero capuchino que vivio en Senaar y que se interno un poco en

la selva, en direccion a Abisinia. Peroantes, un momento. ?Eh, posadero! Traenos velas. No economices el sebo, que bastante caro se paga en tu casa.

Markos llego cojeando, totalmente entregado a sus huespedes a condicion de que estos le pidieran las cosas con claridad y bien fuerte, pues se estaba quedando sordo. Tenian tres candelabros en la mesa. Cuando el posadero se fue, el caballero prosiguio:

– Asi que esc misionero llega un dia a un pueblo de la sabana con unas casas, hierbas altas y, bajo un baobab, unas sillas bajas donde parlamentan los viejos. El hombre se presenta, habla en arabe, lengua que entienden un poco los oriundos. Su jefe le toma simpatia. Es adoptado y he aqui que al cabo de dos dias, empieza a hablar de su religion… Bueno, supongo que de la nuestra.

Los viajeros asienten, aunque no demasiado relajados.

– El jefe parece muy interesado por ese Jesus y por los milagros que le relata su interlocutor. Le cae bien el capuchino y le da a entender que no tendria inconveniente en saber mas. Todo parece haber empezado bien. Pero desgraciadamente llega la noche y, a la hora de acostarse, el misionero encuentra a la hija del jefe en su propia choza. Sin embargo no dice nada y duerme al pie de la cama, sin tocarla. Al dia siguiente, la desventurada le cuenta todo a su padre. «?Como tienes el atrevimiento de rechazar a mi hija!», le dice al capuchino. Entonces el sacerdote le explica, muy apurado, que su religion le prohibe fornicar.

Los seis jesuitas le escuchaban cada vez mas nerviosos. Jean-Baptiste se tomo su tiempo, mando que volvieran a servir te y continuo:

– El jefe se enfurece y es presa de una colera terrible: «?Quien es ese Dios de quien nos hablas que ordena algo semejante? Si quiere el bien de los hombres, no puede forzar a aquellos que dicen amarle a no tocar a una mujer en su yida. Tu dios es criminal, eso es todo. Insulta a la naturaleza y no puede haberla creado.» Por la noche, el jefe manda encerrar otra vez al capuchino con su hija. Esta vez todos los hombres del pueblo estan alrededor de la choza y avisan al monje de que no saldra vivo, a menos que haya dado prueba de haber copulado con la bella virgen.

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