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Ruslán y Liudmila - Pushkin Alejandro Sergeevich - Страница 2


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Su mano yerta busca vanamente en las tinieblas a su amada... Sólo encuentra el vacío. Liudmila ha desaparecido arrebatada por una fuerza desconocida.

¡Ay de aquel que pierde a la amada para siempre en un instante! A no dudarlo es preferible la muerte...

Mas el desdichado Ruslán siguió viviendo.

Y a todo esto ¿qué dijo el príncipe?

Sorprendido por la tremenda noticia y enfurecido contra su yerno, llamóle, convocando al propio tiempo a su corte entera.

—¿Dónde está Liudmila? —le pregunta con tono amenazador.

Pero Ruslán no le oye.

—¡Hijos míos y amigos todos! —prosigue lamentándose el príncipe—. A vosotros me dirijo recordándoos vuestros méritos. ¡Tened piedad de mí, que soy un anciano! ¿Cuál de vosotros está dispuesto a salir en busca de mi hija? ¡El mérito del valiente que lo consiga no quedará sin premio! Y tú, desdichado, que nos has sabido guardar a tu esposa, llora y laméntate, porque he de darla al que la encuentre, con la mitad del reino de mis abuelos... ¿Cuál, pues, de mis hijos o amigos está dispuesto a salir en su busca?

—¡Yo! —exclamó el abatidísimo esposo.

—¡Yo, yo, yo! —contestaron a una Rogday, Farlaf y el siempre alegre Ratmir—. Ahora mismo vamos a ensillar nuestros caballos, y nos tienes dispuestos a recorrer el mundo entero. No temas, padrecito, tu espera no será larga. ¡Correremos presurosos en busca de la princesa!

El anciano padre, conmovido después de tanto sufrir, les abre, llorando, los brazos.

*

Los cuatro salen juntos del palacio.

Ruslán, muy desanimado por su desventura; la idea de haber perdido de manera tan súbita a su amada le atormentaba el corazón.

Los cuatro saltan sobre sus corceles y vuelan a lo largo de las rientes orillas del Dniéper, desapareciendo tras una nube de polvo. Y todos, con el príncipe al frente, les siguen, aunque sólo con el pensamiento, pues no ven ya ante sí más que el campo desierto.

Ruslán sufre y sigue callado; hasta la memoria ha perdido.

Tras él va Farlaf que, poniéndose en jarras, exclama:

—¡Qué contento estoy de poder obrar a mi gusto y con total libertad! ¡Ojalá encontrara pronto al gigante! Entonces la sangre correría de verdad. Muchas serían las víctimas que haría caer mi amor celoso. ¡Alégrate, pues, fiel espada, y también tú, corcel veloz!

El khan de los kazares baila en la silla, viéndose ya en brazos de Liudmila. Hierve su sangre moza, y en su mirada brilla la esperanza. Ora pone al galope su caballo, ora lo hace encabritar, obligándole a vencer pasos abruptos.

Rogday calla y se muestra más taciturno que sus compañeros. Está inquieto y, enfurecido, mira de reojo al khan de los kazares.

Todos los rivales, durante el día entero, siguen la misma ruta.

La orilla más baja del Dniéper tórnase ya oscura. Desde Oriente se acercan las sombras de la noche y sobre el río profundo extiéndese la bruma. Ha llegado el momento de dar reposo a los caballos. Al pie de una montaña crúzanse varios caminos.

—Vamos a separarnos aquí —dicen todos.

Y cada cual deja que su corcel escoja la ruta libremente.

*

¿Qué haces tú, infortunado Ruslán, solo en este desierto silencioso? ¿Continúas recordando el aciago día de tus bodas con Liudmila, que surge ante ti como en un sueño?

¿Por qué vas así con el casco de cobre hundido hasta las cejas, dejando que se escapen las riendas de tus fuertes manos? ¿Por qué vas con el paso tan lento por los campos, cada vez más perdidas la esperanza y la fe?

Pero ahora aparece una cueva ante los ojos del guerrero. En la cueva brilla una luz... El jinete se dirige allí sin detenerse, y atraviesa bóvedas adormecidas, tan viejas como el mundo.

Se para y entra, lleno de tristeza... Y ¿qué descubre allí?

En la cueva ve a un anciano, de luenga barba blanca y de mirada clara y serena; está inclinado sobre un viejo libro, leyendo con suma atención y ante él arde una lamparilla.

—Bienvenido seas, hijo mío —dice el anciano, sonriendo—. Hace veinte años que estoy aquí completamente solo, extinguiéndome lentamente en las tinieblas de mi vida. Pero por fin ha llegado el día previsto por mí, el día en que la muerte nos une. Siéntate, pues, y escucha lo que voy a decirte.

Sé, Ruslán, que has perdido a tu Liudmila y que ya van desmayando las fuerzas de tu espíritu. Pero el mal es pasajero, y pronto desaparecerá el dolor que te ha infligido el destino... Sigue, pues, adelante y sin temor, alegre siempre y lleno de fe y esperanza. ¡No desfallezcas! ¡Siempre adelante! Sigue tu camino y ábrete paso con la espada dirigiéndote siempre hacia donde reina la medianoche.

Debes saber, Ruslán, que quien te ha agraviado es un hechicero, el terrible Chernomor, conocido secuestrador de muchachas hermosas. Es el dueño de las montañas del reino de la medianoche. Y hasta ahora ni una sola mirada ha logrado penetrar en su palacio.

Pero tú, vencedor de la maldad, penetrarás en la morada del malhechor y acabarás con él. Nada más debo decirte. Así, pues, desde ahora se halla tu suerte en tus propias manos, hijo mío.

Cayó nuestro héroe a los pies del anciano, y le besó la mano, radiante de alegría.

Va despejándose el mundo ante sus ojos y su corazón se alivia y reanima. Mas de súbito vuelve a pasar por su rostro la sombra de la tristeza...

—Adivino la causa de tus inquietudes, pero me es fácil desvanecerlas —le dice el anciano—. Te preocupa el amor del brujo de blancas canas... Tranquilízate; su amor no es peligroso para la joven. Terrible es el poder de Chernomor; puede hacer que desciendan las estrellas y con su silbido hace temblar a la luna. Pero contra la ley del tiempo nada vale su ciencia y no puede recuperar su juventud. Es ya un mísero viejo y no conseguirá que la joven olvide tu amor y consienta en ser su esposa.

Pero el día termina ya, guerrero, y te conviene el reposo.

Ruslán se acuesta sobre el blando musgo, a la tenue luz de la lamparilla, e intenta conciliar el sueño...

Suspira, cambia de posición; mas todo es en vano.

—No puedo dormir, padre mío —acaba diciendo—. No sé qué hacer. Mi alma está enferma... el sueño huye de mí... La vida me es penosa en demasía... Permite que me alivie con tu santa conversación. Perdóname una pregunta indiscreta: ¿quién eres tú, hombre bondadoso y enigmático?... ¿Quién te obligó a vivir en este lugar desierto?

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