Выбери любимый жанр

La batalla - Rambaud Patrick - Страница 37


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта:

37

– La metralla le ha destrozado el pie izquierdo…

– ?Ya lo veo! -replico Percy, desgarrando lo que quedaba de la bota-: ?Hilas!

– No quedan.

– ?Un trozo de chaqueta, un trapo, paja, hierba, lo que sea! Paradis desgarro un trozo de su camisa y lo tendio al doctor, y este lo cogio para enjugarse el sudor. Estaba agotado, pues no habia cesado de practicar amputaciones desde la vispera, y se le nublaba la vista. Con un cauterio incandescente quemo la herida para matar los nervios. Saint-Hilaire abrio mucho la boca, como para gritar, se limito a hacer una mueca, se contrajo, se puso rigido y cayo sobre la mesa en el momento en que Percy le serraba el tobillo, pues se habia declarado el tetanos. El doctor se detuvo, alzo un parpado del paciente y anuncio:

– Senores, pueden llevarse a su general. Acaba de morir. Paradis no supo si el general Saint-Hilaire habia tenido derecho a una sepultura o si esperaban llevarlo a Viena, porque Morillon le envio con otros diez servidores de la ambulancia a repartir el caldo de los heridos. Fueron a reganadientes, pero la faena no era peligrosa. El avituallamiento seguia a cargo de Davout, quien estaba en la orilla derecha, nadie podia batirse ni sobrevivir con el estomago vacio y los batallones de Percy debian ayudar a los cocineros de las cantinas ambulantes. Por la noche unos equipos habian recorrido la pequena planicie en busca de los caballos muertos cuya panza empezaba a hincharse, habian atado con cuerdas los cadaveres y unos pencos de artilleria los habian arrastrado a los parajes donde estaba la ambulancia: habia un terrible amontonamiento de morros, crines, cascos, corvejones. Paradis y sus nuevos colegas tenian que cortarlos en trozos con espadas embotadas o trinchadores. Luego los cuartos de carne fresca se pondrian en corazas recuperadas, lavados con el agua terrosa del Danubio y, sazonandolos con polvora, se pondrian a hervir en una serie de fogatas. Asi pues, Paradis estaba cortando carne de caballo cuando se presento un grupo de tiradores hambrientos.

– ?Vas a dar todo eso a los moribundos?

– Vosotros teneis raciones -replico Gordo Louis, quien dirigia a los aprendices de carnicero.

– Tenemos las escudillas vacias. -?Pues que lastima!

Los tiradores los rodearon y amenazaron con las bayonetas. -?Haceos a un lado!

– ?Si quieres practicar esgrima -dijo Gordo Louis, alzando su ajadera-, los austriacos te estan esperando!

– Y ademas -anadio Paradis- en la llanura hay montones de caballos para comer.

– Gracias, muchacho, pero venimos de ahi. ?Apartate!

El tirador aparto a Paradis de un empujon para clavar su bayoneta en el cuello de un asno gris. Gordo Louis rompio la bayoneta con su tajadera. Dos soldados delgados y aviesos como lobos le agarraron por detras, llamandole sucio paisano. El embistio y llovieron los golpes. Paradis fue a esconderse detras del monton de caballos de ojos vidriosos. Soldados y personal de la ambulancia se arrojaban tripas a la cara. Uno que era astuto corto un trozo y clavo los colmillos en la carne.

Bessieres estaba muy molesto por la injusta reprimenda del emperador y habia resuelto no volver a tomar la menor iniciativa. Se limitaba a obedecer las ordenes de Lannes, tanto si las aprobaba como si no, sin pensar en mejorarlas variando algunos aspectos, lo cual retardaba sus acciones. Se las ingeniaba para conservar su caballeria, y solo enviaba al frente los escuadrones exigidos. ?Que debian retirarse? Estaba de acuerdo. ?Que atacaban? Tambien lo estaba. Se habia pasado la noche entera rumiando su colera, y eso le habia mantenido despierto. Habia inspeccionado a su tropa, fatigado dos caballos, mordisqueado con sus dragones de Gascuna una rebanada de pan frotado con ajo. El emperador le decepcionaba, pero le ponia buena cara. Tenian un pasado comun, el odio de los jacobinos y el desprecio de la Republica, aunque la nobleza del mariscal Bessieres solo se debiera a su educacion, dispensada por un padre que era cirujano, un abad de la familia y los profesores del colegio Saint-Michel de Cahors. Comprendia el sistema del emperador, y se llenaba de afliccion: ?era necesario despertar tanto odio para reinar? Dos anos antes, Lannes se habia sentido mortificado cuando Su Majestad, en el ultimo momento, prefirio a Bessieres para entrevistarse con el zar en Tilsit. Mientras observaba la planicie, Bessieres se decia que la voluntad arbitraria casa mal con la razon. Veia con su anteojo a los austriacos que traian de nuevo su artilleria y rociaban de metralla a los batallones del pobre Saint-Hilaire, que el cabezota de Lannes concentraba a sus espaldas. Resono una detonacion aislada, seca y clara en el estrepito confuso de los combates. Provenia de un escuadron de coraceros. Bessieres dirigio alli su caballo y se encontro con dos jinetes que habian desmontado y renian. Uno de ellos tenia una mano ensangrentada. El capitan Saint-Didier, en lugar de separarlos, ayudaba al mas corpulento a inmovilizar en el suelo al herido, el cual pataleaba.

– ?Un accidente? -pregunto Bessieres.

– El coracero Brunel ha intentado matarse, Vuestra Excelencia -respondio el capitan.

– Y yo he desviado el disparo -completo Fayolle, mientras sujetaba a su amigo en el suelo con todo su peso, una rodilla hincada en el pecho.

– Un accidente. Que le venden la mano.

Bessieres no exigio que castigaran de alguna manera a Brunel, el soldado que habia flaqueado. Tanto los suicidios como las deserciones se multiplicaban en el ejercito. Ya no resultaba extrano que en medio de las batallas un recluta exasperado se escabullera al abrigo de un bosque para levantarse la tapa de los sesos. El mariscal volvio la espalda y dio alcance a un regimiento de dragones que lucian crines negras en los cascos de cuero enturbantados con piel de foca brillante bajo el sol, entre los que desaparecio. Brunel, que tenia dificultades para respirar, se irguio apoyandose en los codos. Un coracero corto unas tiras de su manta sudadera para vendarle la mano, dos de cuyos dedos le habia arrancado el disparo. El capitan Saint-Didier saco de la funda de arzon un frasco de licor, lo abrio y puso el gollete entre los dientes del herido voluntario:

– ?Bebe y monta!

– ?Con la mano destrozada? -inquirio Fayolle.

– ?No necesita la mano izquierda para sostener la espada!

– Pero si que la necesita para sostener la brida.

– ?Solo tiene que enrollarsela en la muneca!

Fayolle ayudo a Brunel a poner de nuevo los pies en los estribos, y rezongo:

– Tampoco nuestros caballos pueden continuar.

– ?Los montaremos hasta que revienten!

– ?Ah, mi capitan! ?Si los caballos supieran disparar, seguro que se matarian en seguida!

Brunel miro a su companero.

– No deberias haberlo hecho.

– Bah…

A Fayolle no se le ocurria nada inteligente que decir, pero no habria tenido tiempo, pues una vez mas las trompetas llamaron a formar, una vez mas los hombres desenvainaron las espadas y una vez mas lanzaron sus monturas al trote corto hacia las baterias austriacas.

Desde lo alto del glacis vieron que estaban ante unos canones que levantaban la tierra de los trigales verdes, pero cuando las trompetas dieron la senal de ataque fue imposible poner los caballos al galope, tan agotados estaban por demasiadas cargas repetidas. Su alimentacion a base de cebada era deficiente, estaban debilitados y no lograban pasar del trote largo que, para los coraceros, era el paso mas extenuante, pues sufrian continuas sacudidas y el peto y el espaldar de acero les cizallaban hombros, codos y caderas. Ademas estaban expuestos a los disparos incesantes, porque los canones escupian fuego sin descanso, algo semejante a una descarga de fusileria, y la densa lluvia de proyectiles causaba estragos en sus filas. Aun asi, los jinetes de Saint-Didier cargaron a poca velocidad bajo la granizada de fuego, con la espada de punta. Fayolle creyo que corria hacia su fin seguro, pero fue su vecino Brunel quien le precedio al infierno: una bala de canon le decapito y, como el corazon seguia latiendo por costumbre, los chorros de sangre surgian a sacudidas del cuello de la coraza. El jinete sin cabeza, rigido en la silla, el brazo extendido y paralizado, fue a estrellarse contra la linea de los artilleros. En el mismo instante, y bajo la misma andanada, el caballo de Fayolle se quebro una pata y dio media vuelta, relinchando de dolor. Fayolle desmonto sin preocuparse de la metralla, y contemplo con simpatia al animal agotado. Se sostenia sobre tres patas, y le lamio la cara como si le dijera adios. Entonces el coracero se tendio cuan largo era en la mies, puso los brazos en cruz, cerro los ojos y se durmio para olvidarse de la muerte y su trapatiesta.

Napoleon se habia detenido ante el lindero de la peligrosa planicie que los austriacos bombardeaban sin descanso con doscientas bocas de fuego. Sus oficiales habian logrado persuadirle de que no entrara en Aspern, donde queria avivar el valor de los hombres de Massena.

– ?No corrais riesgos inutiles!

– ?La batalla esta perdida si os matan!

– Temblais como mi caballo -gruno el emperador, apretando demasiado las riendas, pero habia enviado un emisario al pueblo para saber como evolucionaba la situacion.

– Sire, aqui esta Laville…

Un oficial joven de atuendo elegante cabalgaba al galope y puesto que a fin de presentarse a informar lo antes posible, saltaba las vallas que delimitaban los cercados, llego sin aliento.

– El senor duque de Rivoli, Sire…

– ?Ha muerto?

– Ha vuelto a tomar Aspern, Sire.

– Entonces ?habia perdido ese pueblo del demonio?

– Lo perdio y lo ha vuelto a tomar, Sire, pero las fuerzas de Hesse, pertenecientes a la Confederacion del Rhin, le han prestado una gran ayuda.

– ?Y ahora?

– Su posicion tiene un aspecto de solidez.

– ?No os pregunto de que tiene aspecto su posicion, sino lo que el piensa al respecto!

– El senor duque estaba sentado en un tronco de arbol, con una serenidad absoluta, y ha afirmado que podria resistir veinte horas si fuese necesario.

El emperador no respondio nada al joven ayudante de campo que le irritaba. Hizo girar su caballo con un gesto brusco y el pequeno grupo regreso hacia el tejar donde el mayor general le esperaba, rogando que no le mataran. El emperador le pidio el brazo para bajar del caballo recalcitrante que motivaba sus quejas y, una vez en el suelo, se apresuro a decir:

– Berthier, enviad al general Rapp para que ayude al duque de Rivoli que le necesita.

37

Вы читаете книгу


Rambaud Patrick - La batalla La batalla
Мир литературы

Жанры

Фантастика и фэнтези

Детективы и триллеры

Проза

Любовные романы

Приключения

Детские

Поэзия и драматургия

Старинная литература

Научно-образовательная

Компьютеры и интернет

Справочная литература

Документальная литература

Религия и духовность

Юмор

Дом и семья

Деловая литература

Жанр не определен

Техника

Прочее

Драматургия

Фольклор

Военное дело