El Abisinio - Rufin Jean-christophe - Страница 46
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Todavia era de noche cuando paso por las ruinas de un templo dedicado a Tolomeo. No tenia animos para meditar sobre la fugacidad de los siglos entre aquellas columnas derrumbadas, pues en ese momento todo daba muestras de la evidencia contraria: los segundos eran eternos y el paso de estos ultimos instantes de ausencia parecian interminables. Llego a El Cairo cuando rayaba el alba. Los centinelas aun dormian y la puerta estaba cerrada. Pero al ver que era un franco bien vestido y sin armas, los guardias le dejaron entrar sin hacerle preguntas. Toda la ciudad estaba aun sumida en el sueno, salvo los mendigos que a esas horas solian deambular como sombras grises. Se levanto una vivificante brisa al salir el sol, y las golondrinas empezaron a revolotear en el aire, piando.
Cuando lo vio llegar, el viejo guardia de la colonia franca estuvo a punto de disparar con el mosquete, pero al reconocerlo, comenzo a dar gritos de alegria y Jean-Baptiste le hizo callar energicamente.
Luego se interno en la calle principal y en medio de ella vio el consulado, donde ondeaba el estandarte blanco con la flor de lis. El caballo, que sudaba por la carrera, avanzaba por si solo. Hacia rato que habia dejado de espolearlo; las riendas descansaban en la perilla. Jean-Baptiste miro hacia la ventana de Alix, que estaba abierta aunque tenia echadas las cortinas. En aquel instante solo se alzaba entre los dos ese ligero obstaculo de algodon estampado en cuyo reverso se distinguian motivos azules. Ningun desierto, ninguna montana, ningun animal feroz los separaba ya. No obstante, una vez mas se alzaba entre ellos ese muro endeble y poderoso que erigen unos hombres ante otros cuando se trata de amar, socorrer o compartir. Jean-Baptiste ni siquiera se habia dado cuenta de que el caballo se habia detenido.
El joven salio de su ensimismamiento al oir un ruido procedente del jardin; probablemente era un vigilante que se acercaba a ver que queria aquel intruso. Puso a su caballo al paso, doblo la esquina de la primera calle y recorrio el trayecto hasta su casa con una familiaridad que emergia del fondo del olvido. Bajo del caballo, ato la montura a la argolla sujeta a un soportal y se dirigio a su puerta. Como de costumbre, la llave estaba escondida en un agujero del muro, detras de un pedazo de yeso. Entro. En la planta baja seguia siendo de noche, pero en su estancia del piso superior ya era pleno dia. Nada habia cambiado. Habia atravesado territorios lejanos, habia perdido sus propias huellas, habia hablado con seres fabulosos, en la medida en que eran inaccesibles, habia estado a punto de morir asesinado, ahogado y de hambre. Y durante esa larga ausencia que parecia tan ajena al mundo como un sueno, la fucsia habia continuado dando flores malvas; un agave exhibia la flor de su vida en el extremo de un largo bohordo escamoso; la araucaria habia enrojecido, y los naranjos habian fructificado. La parsimoniosa lealtad de las plantas habian abierto un tunel por debajo de su tumultuosa vida y, gracias a ese subterraneo, el pasado afluia intacto en el momento presente.Jean-Baptiste reparo en que unas manos inteligentes y carinosas habian controlado y dirigido el movimiento natural de las plantas. Nada se habia alterado. Los objetos se hallaban en el lugar en que el recordaba haberlos dejado, salvo algunas sillas esparcidas por la terraza. No obstante, si la furiosa fronda viviente habia conservado aquel vigor y aquel orden, aquella fecundidad y aquella moderacion, era porque alguien se habia aplicado en la tarea esforzadamente dia a dia. Poncet sabia bien que esa paz y esa dulzura no eran sino el equilibrio entre los dos polos violentamente opuestos del vegetal y la inteligencia que lo cultiva. Asi comprendio, al primer golpe de vista, que no le habian abandonado.
Por fin, sosegado por esta constatacion, se rindio ante un inmenso cansancio. Fue hasta la hamaca y se estiro vestido y con las espuelas aun en las botas. La tension del viaje, la sensacion de estar permanentemente alerta y ese estado de constante vigilancia se desvanecian de golpe. La barrera que habia alzado contra el agotamiento apenas se sostenia, sacudida por aquel oceano de fatiga. Cerro los ojos y se durmio.
En su sueno volvio a ver a John Appleseeder, el nino de la historia que siempre le contaba su abuela. Nunca hasta entonces le habia venido ese recuerdo a la memoria. ?De donde habria sacado la pobre mujer aquella leyenda? Fue sirvienta en la residencia de los Stuart, cuando estos se exiliaron. ?Que lacayo escoces se la habria contado para seducirla, o que infante real se habria encontrado con ella en los lavaderos? En fin, el caso es que John era un granuja que sembraba pepitas de manzana en todas partes. Si alguien encerraba al muchacho en algun cuartucho como castigo, este colocaba una pepita entre las losetas del suelo. Si jugaba con un companero, plantificaba otra en la pelambrera de su amigo. En la cabeza de los adultos y en la de los ninos, en casa de los ricos y en casa de los pobres, en la ciudad y en el campo, en su pueblo y de viaje, alli donde fuera, John Applessceder siempre esparcia semillas de manzana. Asi, al cabo de cierto tiempo, en cualquier lugar por donde hubiera pasado crecian manzanos que hundian sus profundas raices en las losetas del suelo, en la cabellera de un chiquillo o de un adulto. Las paredes estallaban bajo la presion de las ramas y los ricos lloraban al ver las enormes grietas. Pero como daban buenas manzanas, los pobres que se las comian le estaban muy agradecidos a John. Y gritaban de alegria…
Jean-Baptiste se desperto. Francoise le miraba espantada, con una mano en la boca, en medio de las plantas. Al reconocerle cambio la expresion de su rostro.-?Oh! disculpe por los gritos, senor Jean-Baptiste. ?Senor Jean-Baptiste! ?Usted! ?Como iba yo a saber? ?Dios mio, como ha cambiado!
Se acerco a la hamaca, tomo la mano del joven y le dio un abrazo.
– ?Dios mio, que delgado esta! ?Y esa barba que le recorre las mejillas, y esos cabellos largos!
No dejaba de mirarlo con lagrimas en los ojos y apenas podia hablar de la emocion.
– ?Que ropas tan exquisitas! -dijo tocando el pano adamascado de su jubon rojo.
Seguramente los corsarios echaron el guante a un barco muy lujoso. Jean-Baptiste, que no habia prestado atencion a eso en Djedda, se daba cuenta ahora de que iba vestido como un hidalgo.
– ?Tiene hambre? -pregunto Frangoise, recuperandose de la impresion-. ?Tiene sed? Espere, voy a mi casa…
– No, no se moleste. Mas tarde. Mas tarde. Digame solo donde esta ella.
– Ah, senor Jean-Baptiste. Cuanto me alegra oir esa pregunta. Asi que no la ha olvidado. Este viaje tan largo me daba miedo, ya ve usted. Yo le decia siempre que tuviera paciencia y que esperase. Pero los imprevistos del camino pueden hacer cambiar los sentimientos.
Jean-Baptiste se reincorporo por completo y se sento en la hamaca de tela, con las piernas colgando.
– ?Cambiar? -dijo-. No seran los mios. Pero digame, ?donde esta? ?Que piensa?
– Pues ella piensa en usted. Ese ha sido su unico pensamiento desde que se marcho.
– ?Ah!, ?Francoise! -exclamo Jean-Baptiste mientras tomaba a la sirvienta entre sus brazos, o mejor dicho, mientras dejaba que la mujer lo abrazara como una madre.
Luego se echo hacia atras, y con aquellas manos grandes aun entre las suyas le dijo:
– ?Viene aqui?
– Cada dia.
– ?Cuando?
– Pues… -le dijo Francoise mirando por la ventana, por donde pronto se colaria el sol- ahora.
Jean-Baptiste se puso de pie de un salto, y en su rostro se dibujo una expresion de profunda inquietud.-Ahora no… -dijo-. Vaya a buscarla. Detengala. Digale que he vuelto. Pero no puede verme asi. ?Manuel sigue aqui?
Manuel era un viejo criado que vivia en el mismo patio y que subsistia con una pequena pension que le habia dejado su senor cuando regreso a Francia. De vez en cuando Poncet y el maestro Juremi le daban trabajo, porque Manuel era todavia un hombre muy vigoroso. Solo tenia un defecto: estaba mas sordo que una tapia.
– Esta en su casa -dijo Francoise.
– ?Llamele! Que me prepare una tina de agua y jabon. Tambien quiero que me corte la barba y el pelo. Y usted, Francoise, me cuidara.
– ?Esta herido?
– El interior es fuerte, gracias al cielo, pero la envoltura ha sufrido algunos desgarrones.
Francoise iba a ocuparse ya de sus quehaceres cuando Jean-Baptiste le confio sus temores:
– Dentro de un rato tendre que ir al consulado. Y en cuanto se sepa que he vuelto, ya no tendra mas pretextos para venir hasta aqui. ?Como vamos a vernos?
– No se preocupe. Han pasado muchas cosas en su ausencia. Ahora trabajo para la senora De Maillet. Entro y salgo del consulado cuando quiero, aunque siempre vengo a dormir a mi casa. Haremos cuanto haga falta.
– ?Francoise! -exclamo Jean-Baptiste, besandole las manos.
Ella se apresuro a salir corriendo, pero al llegar al primer peldano de la escalera se dio la vuelta y dijo con la mayor naturalidad que pudo, como si preguntara por cortesia:
– Y su socio, el maestro Juremi, ?ya no esta con usted?
– No -dijo Jean-Baptiste sin advertir nada de particular en la pregunta-. Ya sabe que salio para Alejandria.
– Vamos, no tiene ninguna necesidad de fingir conmigo. Se muy bien que se reunio con usted.
Antes de abandonar El Cairo, cuando el maestro Juremi le dio instrucciones a Francoise, le confio sus intenciones y la pobre mujer interpreto su actitud como algo mas que una confidencia. Guardo celosamente el secreto -ni siquiera se lo confio a Alix-, como si se tratara de lo unico que un dia hubiera compartido con aquel hombre.
– Bueno, pues siga pensando lo que todo el mundo piensa, que ha ido a Alejandria. Pero -anadio Jean-Baptiste sonriendo- algo me dice que seguramente estara aqui dentro de dos dias.
3
Jean-Baptiste se equivocaba al creer que nada habia cambiado durante su ausencia, tal como pudo constatar en cuanto entro en la residencia del consul. Despues de largas reflexiones, este habia mandado desplazar su escritorio al extremo opuesto de la gran sala de recepcion. Asi pues, a partir de ese momento el mueble estuvo colocado bajo el retrato del Rey, es decir, al fondo de la sala y no al lado de la ventana como antes. Con el traslado, el consul ganaba en solemnidad lo que perdia en frescor. Tocado con una alta peluca de color castano, ataviado con una casaca azul marino con ojales dorados que se abria sobre un chaleco de seda rameada y sudando mas que nunca, pero soportando ese tormento con su coraje habitual, recibio a Poncet hacia las cuatro de la tarde.
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